No sabría decir cuántos Tetris existen hoy en día; seguramente decenas, tal vez cientos, si uno cuenta
clones,
variantes,
remixes y
experimentos visuales que comparten el mismo ADN. Desde el hipnótico
Tetris Effect hasta el competitivo
Tetris 99, que convierte la experiencia en una especie de
Battle Royale minimalista, pasando incluso por uno nuevo,
Tetris Forever, del que hablaré más adelante y cuyo nombre suena más a advertencia que a celebración. Pero aquí no voy a hablar de todos ellos, ni siquiera de los mejores; voy a hablar del que fue el primero para muchos, o mejor dicho, de
los primeros: el Tetris de NES y el de Game Boy. Porque estos dos, más que juegos, fueron
puertas; puertas hacia una forma de jugar que no necesitaba historia, ni personajes, ni finales, solo
piezas cayendo, un ritmo hipnótico y, casi sin darte cuenta,
el nacimiento de una obsesión silenciosa.

Pero antes de llegar a nuestras casas y mochilas,
Tetris pasó por bares y los recreativos, aunque no con el estruendo habitual de los arcades. La versión de arcade, lanzada en 1988 por
Atari Games en América y
Sega en Japón, era sobria y directa: solo bloques cayendo sobre un fondo oscuro y una música insistente que no competía con las luces ni los disparos de las máquinas vecinas, pero que de algún modo
siempre terminaba llamando la atención. En medio del ruido ensordecer y las explosiones digitales, Tetris se imponía como un reto puro, limpio, donde no ganaba quien más botones apretaba, sino quien sabía mantener la calma. Era casi un
acto de resistencia mental en un ecosistema pensado para lo opuesto.

En esa época, los arcades eran territorio de reflejos y adrenalina, y sin embargo, Tetris se coló con su propuesta minimalista y se quedó. No era lo que uno iba a buscar, pero una vez lo probabas, ya no podías olvidarlo. En mi caso, lo vi sobre todo en bares y recreativos, aunque rara vez con alguien jugando. Era una máquina que solía estar libre, como si no pudiera competir con los gritos y destellos de los beat 'em up, los juegos de NeoGeo o lo que estuviese de moda en ese momento. Tetris no llamaba la atención: la pedía, pero en silencio. Aun así, ahí estaba, casi siempre encendida, con su música de fondo y sus bloques esperando que alguien se acercara. Y lo curioso es que, décadas después, sigue siendo fácil encontrarse con esa máquina en los pocos salones recreativos que sobreviven: a veces es la versión clásica, con su diseño sobrio y sus colores apagados; otras, una reinterpretación moderna, más colorida, con efectos visuales y música electrónica. Pero en el fondo es lo mismo: un rompecabezas que no envejece, una propuesta que no necesita disfraz. En un rincón del salón, como entonces, sigue esperando su momento.

Mi primer Tetris no fue portátil; fue en casa de un amigo del colegio, uno de esos que tenía consola de sobremesa cuando casi nadie más la tenía. Recuerdo perfectamente el cartucho gris, la música que parecía sacada de otra dimensión alejándose de lo que se solía escuchar en otros juegos y, sobre todo, esa sensación de estar ante algo raro pero magnético. Jugábamos unas cuantas partidas, nos reíamos cuando perdíamos por apilar mal las piezas y luego pasábamos a otro juego más “emocionante”, más “de acción”, porque Tetris, en ese momento, acababa por aburrirnos rápido. Pero no era culpa del juego, claro; yo era pequeño, probablemente demasiado pequeño para conectar con lo que Tetris proponía. Porque, en esa época, Tetris era como ese libro que te regalan cuando aún no sabes leer bien: puedes pasar las páginas, mirar las imágenes, pero no terminas de entender por qué dicen que es tan bueno. Y en mi entorno tampoco era habitual encontrarse a alguien con ese cartucho; no era un juego que se prestara, ni que se comentara mucho en el colegio; era silencioso, estaba de fondo, esperando su momento.

Aquel cartucho, su cartucho, era el de NES, aunque en ese momento ni siquiera pensábamos en versiones ni en licencias. Solo sabíamos que era Tetris, así, sin más, con su fondo negro, sus bloques sólidos y esa música extraña que se te metía bajo la piel. Años más tarde supe que no fue la única versión: existió otra, publicada por Tengen, retirada pronto por líos legales que no entendía entonces y que tampoco importaban. La versión oficial de Nintendo tenía algo sobrio, casi frío, como si no estuviera interesada en gustarte; no había fuegos artificiales ni recompensas brillantes, solo el juego, desnudo, directo, sin adornos. Si perdías, era tu culpa.

El “enganche” definitivo llegó con la
Game Boy y diría que ahí empezó la verdadera historia para muchos. Game Boy:
ladrillo gris, pantalla verdosa y
Tetris. Porque sí,
Tetris venía con cada una de las primeras Game Boy, no era una opción, era un
pack. Como si
Nintendo hubiera dicho: “Esto es lo primero que vas a jugar. Y créenos, vas a necesitarlo”. Y vaya si lo necesitabas. En una época en la que casi todo eran cartuchos con mundos, aventuras o deportes simplificados, Tetris era otra cosa,
una especie de meditación portátil. No había que entender reglas complicadas ni aprender controles: solo
encajar piezas. Y si lo hacías bien, seguías jugando. Y si lo hacías mal… también seguías, pero con una
ansiedad creciente.

Fue ahí donde empecé a cogerle el gusto, tal vez por repetición, tal vez porque no tenía otro cartucho en ese momento, pero hubo un punto en el que el
click sonó. De repente, no sólo ves bloques cayendo, sino
huecos potenciales,
patrones,
ritmos, el momento exacto para
rotar una pieza, y el instante en que, sin saber cómo, empiezas a pensar en Tetris incluso cuando no estás jugando, como cuando miras
estanterías desordenadas o
camiones cargando cajas y te imaginas cómo encajarías las cosas. El
“Tetris effect”, lo llaman. Una especie de virus mental, pero de los buenos.
Lo curioso es que Tetris no tenía nada de lo que solemos alabar en un videojuego: no tenía historia, ni personajes, ni jefes, ni finales épicos, ni diálogos memorables. Y, aun así, fue más influyente que muchos de los títulos que sí tenían todo eso. Porque Tetris no te distraía, solo te enfrentaba a ti mismo: a tu concentración, tu lógica, tu resistencia. Era un juego de fondo mental, una especie de ajedrez en caída libre, donde solo tú podías decidir si todo se alineaba… o se derrumbaba. No importaba si jugabas cinco minutos o cinco horas, ni si lo hacías en una NES conectada al televisor del salón o en una Game Boy que ya empezaba a amarillearse con el tiempo; Tetris siempre estaba listo y siempre te decía lo mismo, sin palabras: sigue, prueba otra vez, esta vez lo harás mejor, esta vez llegarás más lejos.

Hace poco (finales 2024) se lanzó
Tetris Forever, que no es un simple refrito, sino más bien un
homenaje consciente, casi académico, al fenómeno. Incluye más de
quince versiones clásicas de Tetris, algunas publicadas por primera vez fuera de Japón, desde el frenético
Tetris Battle Gaiden, pasando por el explosivo
Super Bombliss, hasta una recreación exacta de la versión original de 1984 en el ordenador soviético
Elektronika 60 (en inglés). Como si, por fin, se hiciera justicia a la historia completa del juego. Una pena que falten las versiones creadas por Nintendo (por lo menos en el momento de escribir esta entrada, siempre queda la esperanza de que lleguen vía actualización). Y, además, viene con más de una hora de documentales que narran la amistad entre
Alexey Pajitnov, el creador, y
Henk Rogers, el empresario que logró sacar el juego del
Telón de Acero y convertirlo en un fenómeno global; una historia real que, por momentos, parece sacada de una
novela de espionaje o de un
sueño soviético convertido en rompecabezas universal.
Curiosidades:
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El “Tetris effect” es un fenómeno real documentado por neurocientíficos: después de jugar muchas horas, las personas empiezan a visualizar bloques cayendo incluso cuando no están frente a la pantalla.
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El tema musical más famoso del juego, Korobeiniki, es una canción popular rusa del siglo XIX. Su versión chiptune se convirtió en uno de los sonidos más reconocibles de la historia de los videojuegos.
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Tetris fue uno de los primeros videojuegos en ser llevado al espacio: los cosmonautas rusos jugaron una versión en una estación espacial en los años 90.
Es, probablemente, el videojuego más pirateado de la historia: ha aparecido en millones de consolas chinas genéricas tan de moda en los años 2000.
Hoy hay juegos con mundos abiertos gigantescos, gráficos imposibles y decisiones morales artificialmente profundas, pero de vez en cuando viene bien recordar que todo puede empezar con una línea. Una línea que desaparece justo cuando creías tenerlo todo bajo control.
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