miércoles, 2 de julio de 2025

Apple Pippin: El fracaso más ambicioso del videojuego

En la historia de los videojuegos, existen muchos nombres olvidados, pero pocos tan cargados de ironía y lecciones como el de la Apple Pippin. En una época donde el mercado era un campo de batalla dominado por Sony, Nintendo y Sega, dos gigantes decidieron unirse para cambiar las reglas: Bandai, con toda su fuerza en el mundo del juguete y las licencias de anime más poderosas; y Apple, el icono de la informática que ya había probado suerte con todo tipo de dispositivos experimentales. La unión parecía prometedora: un híbrido entre consola, ordenador y centro multimedia. Una visión adelantada a su tiempo. Pero si hay algo que la Pippin encarna a la perfección, es lo que sucede cuando una buena idea choca contra una ejecución confusa, un contexto erróneo y una desconexión total con el mercado. Si Sony pudo irrumpir y triunfar, ¿Por qué no pensar que la historia podía repetirse con otros nombres?

Para entender por qué Bandai y Apple se embarcaron en este experimento, hay que remontarse a las raíces. Bandai, nacida en 1950, fue una de las empresas jugueteras más relevantes del mundo, responsable de explotar comercialmente franquicias míticas como Dragon Ball, Gundam, Sailor Moon y Power Rangers. Su dominio del merchandising era aplastante y, al igual que muchas empresas japonesas de los años 80, soñaba con repetir el modelo Nintendo: pasar de ser un fabricante de juguetes a convertirse en un peso pesado del videojuego. Pero todos sus intentos previos (desde la Super Vision 8000 hasta el peculiar sistema Playdia) fracasaron estrepitosamente. El problema, pensaba Makoto Yamashina, presidente de Bandai e hijo del fundador, no eran las licencias ni los juegos, sino la tecnología. Por eso, cuando Apple parecía estar tambaleándose tras varios productos que no habían cuajado (como la Apple Newton o la QuickTake) surgió la idea de un proyecto conjunto que permitiera unir la ingeniería de Apple con las franquicias y distribución de Bandai. Sobre el papel, era una sinergia perfecta. En la práctica, fue el principio de una tragedia.

La Apple Pippin nació en 1996 con la promesa de ser algo más que una consola. Utilizaba una versión modificada del sistema operativo Mac OS, incluía un módem de 14.400 bps para conectarse a Internet y prometía ejecutar juegos, contenido multimedia y aplicaciones educativas. Su hardware no era mediocre para la época: procesador PowerPC 603e (por ponerlo en contexto, la CPU de la Pippin  de 66 MHz es más rápida que la MIPS R3000A de la PSX de 33.8 MHz), 6 MB de memoria compartida, lector de CD-ROM 4x. Pero todo esto resultó insuficiente al enfrentarse a rivales como la PlayStation, la Nintendo 64 o incluso ordenadores convencionales. Apple jamás se tomó el proyecto en serio y pese a que su nombre figuraba en el frontal de la máquina ("Advanced Technology by Apple"), se desentendió casi por completo del desarrollo y comercialización del sistema. Nunca lanzó su propia versión, no permitió que se llamase ordenador, ni siquiera permitió compatibilidad directa con el software de Macintosh, pese a que Pippin era esencialmente eso: un Mac de salón: la indefinición era total.

Para colmo, Bandai no supo aprovechar sus propias fortalezas. Las licencias que tanto poder le habían otorgado en consolas como Super Nintendo o PlayStation fueron completamente desperdiciadas en la Pippin. Por ponernos en contexto del desastre, el único "juego" de Dragon Ball era una especie de Paint interactivo sin ningún tipo de acción o narrativa; los títulos de Gundam, Ultraman o Power Rangers eran productos educativos, triviales o visualizadores de modelos, lejos de los juegos de lucha, estrategia o acción que sí lanzaban en otras plataformas. Como te imaginas Bandai lanzaba y potenciaba sus franquicias en otras consolas mientras que ninguno llegaba a su propia máquina, demostrando una falta de visión que cuesta entender incluso hoy. Si tienes curiosidad por ver la "calidad" de los juegos de esta consola, te invito a que veas este vídeo de Youtube donde se muestran los 25 mejores (por llamarlo de alguna manera) juegos para esta plataforma:

De esta forma, la consola fue lanzada con una inversión de marketing de 93 millones de dólares, incluyendo anuncios, promociones y eventos. Pero ni con ese empuje logró posicionarse. En Japón apenas se vendieron 30.000 unidades. En Estados Unidos, 12.000. Ni con todo su esfuerzo conjunto, Apple y Bandai alcanzaron las 50.000 unidades vendidas.

El mando fue otra pesadilla. Diseñado con forma de boomerang, incluía un trackball central que lo hacía parecer más un ratón que un controlador de consola. Una rareza que, lejos de ser una innovación útil, acabó siendo símbolo de lo innecesario. La interfaz, los juegos, el catálogo reducido y la imposibilidad de definirla con claridad entre consola y ordenador acabaron sepultando el proyecto. Para colmo, la propia filosofía comercial replicó el modelo de 3DO: sin royalties por juego, lo que forzaba a vender la consola con margen de beneficio directo. Esto elevó el precio de lanzamiento a los 599 dólares (¡Más del doble que una PlayStation!). Ajustado por inflación, hablamos de más de 1.200 dólares actuales por un producto sin catálogo, sin ecosistema y sin identidad clara. Un suicidio comercial.

Pero tal vez la mayor ironía de la historia de la Pippin es que su visión no era errónea. Hoy, todas las consolas importantes son también centros multimedia, navegan por Internet, reproducen música, ejecutan apps educativas y se integran con servicios en la nube. La Pippin, en ese sentido, se adelantó veinte años a su tiempo. Su fracaso no fue técnico, sino estratégico. El mercado de 1996 no estaba preparado para una consola conectada, no existía cultura de pagar por contenido digital y las conexiones eran lentas y costosas. La propuesta de vender contenido online fracasó porque no había ni demanda ni infraestructura. En otras palabras; no se puede vender el futuro si el presente aún no lo entiende.

La historia de la Pippin es una advertencia brutal sobre lo que sucede cuando se lanza un producto sin entender profundamente las necesidades del usuario. Es la demostración de que una idea brillante, mal ejecutada, es indistinguible de una idea estúpida. Sirve de lección para emprendedores, diseñadores y tecnólogos: el timing lo es todo; la comunicación importa más que las especificaciones y sin ecosistema, no hay salvación. Y lo peor es que, si hubieran esperado unos años, afinado la propuesta, cuidado el catálogo y definido una identidad clara, quizás estaríamos hablando hoy de una Apple que dominó también el mercado de consolas. Pero no fue así. Pippin no solo fracasó: arrastró consigo la credibilidad de Bandai, puso a Apple en pausa en el gaming durante más de una década y costó cientos de millones en pérdidas para ambas partes.

Tal vez por eso, al mirar una Pippin hoy, uno no ve sólo una consola fallida, sino una advertencia encapsulada: no basta con tener una marca fuerte, ni tecnología decente, ni una idea visionaria. Si no sabes quién eres, si no sabes qué problema resuelves y si no logras convencer al mundo de que te necesita, da igual cuántas manzanas pongas en la caja. Lo único que vas a cosechar… es silencio.