El
retrogaming ya no es simplemente una afición.
Es una economía, una estética, una identidad; pero sobre todo, es un mercado. Y como todo mercado, está sujeto a las leyes del deseo, de la escasez…
y del dinero. Basta con darse una vuelta por plataformas como
eBay,
Wallapop o cualquier convención especializada para comprobarlo: aquellos videojuegos que hace apenas unos años se apilaban en cajas de cartón en mercadillos o en la sección de saldos de tiendas de segunda mano, hoy alcanzan precios que rozan lo absurdo. Lo que antes era un cartucho polvoriento ahora es una
pieza de colección. Lo que era un
hobby ahora se disputa en subastas, con etiquetas como
"mint condition", "impecable",
"copia precintada" o
"graded 9.8". Y la pregunta es inevitable: ¿Qué ha pasado para que un juego que costaba 40 euros en su lanzamiento ahora cueste 400 euros? ¿En qué momento se rompió la lógica del consumo cultural accesible y se transformó en una suerte de mercado del arte en miniatura?

Podríamos culpar a la clásica ley de la
oferta y la demanda, y no estaríamos equivocados. La naturaleza misma de los
videojuegos retro como objeto físico les otorga una cualidad finita. Cuando se deja de fabricar un título, ese stock se convierte algo limitado y finito al dejar de crecer. A medida que pasan los años, muchas de esas copias se extravían, se dañan, se pierden para siempre. Y sin embargo, el número de personas interesadas en adquirirlos no deja de crecer. Es una ecuación clásica en la economía de los objetos de colección: menos unidades disponibles, más interés, precios al alza. Pero si esto fuera solo una cuestión matemática, entonces ¿Cómo se explica que juegos con millones de copias distribuidas, como
Super Mario 64 o
Pokémon Rojo sigan aumentando de precio? Uno pensaría que tanta disponibilidad, con tantas copias en circulación, bastaría para frenar la escalada de precios.
Ahí entra en juego un factor mucho más sutil y profundo: el valor cultural. A diferencia de otros objetos de consumo, los videojuegos retro no solo se buscan por su funcionalidad o rareza, sino por lo que significan. Un cartucho puede ser común, sí, pero su capacidad para evocar recuerdos, sensaciones o una época determinada lo convierte en un artefacto emocional. El coleccionismo de videojuegos no es, en muchos casos, una actividad racional; es una forma de reencontrarse con uno mismo, de reconectar con la infancia, con las tardes sin responsabilidades, con los amigos del barrio, con la tele de tubo y el mando en las manos. En ese sentido, el mercado retro se alimenta tanto de nostalgia como de deseo simbólico.

Las redes sociales y los medios digitales han amplificado esta dinámica de manera vertiginosa. Cada vez que un
YouTuber especializado menciona una
joya oculta, cada vez que una cuenta de
TikTok muestra una “colección definitiva de
PSX”, el algoritmo hace su trabajo: más ojos sobre el título, más deseo, más demanda. Lo que antes era un juego de culto entre unos pocos ahora se convierte en un objeto aspiracional para miles. El fenómeno es tan predecible como imparable. Incluso cuando no hay intención manipuladora, el mero hecho de poner el foco mediático sobre un título lo convierte en mercancía codiciada. Y el ciclo se retroalimenta: la visibilidad genera demanda, la demanda eleva el precio, el precio revaloriza el objeto y vuelve a atraer visibilidad.

En medio de todo esto, surge el eterno villano del relato: el revendedor. Aquel que compra barato y vende caro, que rastrea mercadillos y tiendas de segunda mano para hacerse con los juegos más buscados, que se mueve como pez en el agua entre subastas y algoritmos. Pero aunque esa visión resulta comprensible, rara vez refleja toda la realidad y la opinión general tiende a simplificarlo: son los malos del cuento, los especuladores que inflan artificialmente los precios y hacen imposible para el jugador medio acceder a sus recuerdos digitales. Sin embargo, esa lectura, aunque comprensible, rara vez es completa. Porque la verdad incómoda es que el mercado no se sostiene sólo con vendedores; se sostiene porque hay compradores dispuestos a pagar. Y muchas veces, esos compradores no son coleccionistas profesionales ni acaudalados especuladores: somos nosotros mismos.

La compra compulsiva, impulsada por el miedo a quedarse fuera, por la idea de que
“si no lo compro ahora, luego será más caro”, se ha instalado en el corazón del coleccionismo retro. El temido
FOMO, ese temor constante a perder una oportunidad, ha convertido la afición en una carrera contra el tiempo y contra el mercado. Y lo paradójico es que, en muchas ocasiones, compramos no tanto por jugar como por tener. Adquirimos títulos que se quedan meses (o años) en la estantería, esperando un momento libre que nunca llega. Lo que comenzó como una pasión lúdica se convierte así en una acumulación silenciosa, muchas veces alimentada más por ansiedad que por disfrute real.
Esto no implica que el coleccionismo sea en sí mismo algo negativo. Puede ser una forma válida de conectar con la historia del medio, de rescatar obras olvidadas, de preservar una cultura que aún lucha por no desvanecerse entre generaciones de consolas. Pero cuando el deseo de poseer sustituye al deseo de jugar y cuando la cantidad importa más que la experiencia, entonces es legítimo preguntarse si estamos coleccionando videojuegos o simplemente almacenando objetos caros.

Y lo más curioso es que este fenómeno no se da con la misma intensidad en otros mercados de coleccionismo. Pocas veces se exige a un vendedor de
cómics, figuras o
vinilos que baje su precio solo porque “lo encontró barato”. En el mundo retro, en cambio, existe esa doble moral: si compraste un
The Legend of Zelda: A Link to the Past por cinco euros, casi se espera que lo vendas también a cinco euros. Como si los videojuegos debieran seguir siendo accesibles por una suerte de pacto no escrito. Pero el mercado, para bien o para mal,
no entiende de romanticismos. Entiende de oferta, demanda y percepción de valor. Y si percibimos que un cartucho viejo vale 200 euros, es porque entre todos (colectivamente) hemos aceptado ese precio.
Quizás la lección más difícil de asimilar es que los videojuegos retro son caros porque queremos que lo sean; porque seguimos pagando, porque nos dejamos llevar por la idea de que “algún día no estarán” o de que “es ahora o nunca”. Y también, porque muchas veces confundimos lo necesario con lo valioso. No está mal comprar un juego clásico si nos hace ilusión, si lo vamos a jugar, si lo vamos a compartir... Pero conviene preguntarse, con honestidad, cuántas veces hemos comprado algo solo por miedo, por impulso o por seguir una tendencia. Y cuántas veces, después, ese objeto quedó olvidado entre otros cien similares.
Lo retro no tiene por qué morir, pero sí puede madurar. Quizás el futuro del retrogaming no pase tanto por poseer todo, sino por seleccionar con criterio nuestra colección. Elegir lo que realmente nos emociona, lo que nos conecta, lo que de verdad vamos a disfrutar. En un mundo donde todo nos empuja a tener más, hay un pequeño acto de rebeldía en tener menos, pero con sentido. Volver a mirar la estantería, no como un inventario interminable, sino como un reflejo sincero de quiénes fuimos y qué juegos realmente nos marcaron.
Porque al final, de eso se trata: de recordar por qué jugábamos. De volver a ese momento en que bastaban uno o dos botones y una pantalla pequeña para soñar despiertos. Y el precio de ese recuerdo, en realidad, no está en el mercado: está en nosotros mismos.
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