No sé cómo hasta ahora no le había dedicado una entrada a Metroid, uno de esos juegos que, aunque no tuve en su momento (por lo menos hasta no pasados los años 2000), terminó marcando mi manera de entender los videojuegos. Lo conocí gracias a un amigo que, de aquella, vivía justo enfrente. Él tenía el cartucho y recuerdo quedarme embobado mirándolo jugar, fascinado por esa atmósfera extraña y diferente a todo lo que conocía en la NES. Me atrapó de inmediato ese tipo de propuesta que, hasta entonces, era completamente nueva para mí: un juego que no se limitaba a llevarte de un punto A a un punto B, sino que te obligaba a explorar, perderte y volver sobre tus pasos. Pero curiosamente, Metroid no era un título muy popular por esta zona; sólo lo tuvo ese amigo y fuera de su casa era como si no existiera. Pero ese halo de rareza lo hacía aún más especial, como si fuese un secreto compartido entre unos pocos. A mí me fascinaba, aunque, siendo tan pequeño, la verdad es que nunca llegué demasiado lejos. Mi corta edad y mi impaciencia no eran la mejor combinación para un juego que exigía calma, observación y constancia. Metroid no se conquistaba a golpes, se desentrañaba poco a poco. Y yo, como muchos críos, buscaba la gratificación inmediata.
Tampoco ayudaba que las revistas apenas le dedicaran espacio en aquel momento. Micromanía, en su primera época, solía centrarse más en ordenadores de 8 bits y en los arcades de moda, dejando a Metroid casi en un rincón anecdótico. Cuando Hobby Consolas arrancó a principios de los 90, la NES ya estaba de salida y el foco estaba en Super Nintendo y Mega Drive. Eso hizo que títulos como Metroid pasaran prácticamente de puntillas por sus páginas. No había mapas detallados, no había guías completas (que yo llegué a conocer), apenas alguna referencia o comentario breve en secciones de trucos o recopilatorios. Superjuegos, por su parte, tampoco se extendió demasiado: se mencionaba a Samus en comparativas o en artículos sobre sagas de Nintendo, pero siempre con un papel secundario.
Con los años, antes de terminar el colegio, cuando la Super Nintendo llevaba tiempo consolidada, decidí darle otro intento. Ya tenía más experiencia (tampoco mucha) y algo más de paciencia (y, no, tampoco mucha más), pero aun así Metroid seguía resistiéndose. Me perdía en sus pasillos interminables, me agobiaba la falta de un mapa y acababa abandonando la partida. Metroid no perdonaba: era duro, opresivo y poco complaciente. No fue hasta muchos años después que decidí sentarme de verdad y saldar esa deuda pendiente con Zebes. Esta vez lo hice con otra mentalidad: sin prisas y celebrando cada mejora como un pequeño triunfo. Y fue entonces cuando comprendí lo que lo hacía tan grande: su diseño laberíntico, su atmósfera minimalista y la manera en que premiaba la curiosidad y la perseverancia. Jugarlo así fue casi como viajar en el tiempo y reconciliarme con aquel niño impaciente que nunca lograba avanzar.
Metroid salió en 1986 de la mano de Nintendo R&D1, con Gunpei Yokoi como productor y Yoshio Sakamoto en la dirección creativa. Fue un experimento atrevido: mezclar la acción arcade con la exploración libre, algo que en consolas hogareñas no existía. La influencia de Alien de Ridley Scott estaba presente en cada rincón: un planeta solitario, oscuro y húmedo, donde las criaturas parecían salidas de una pesadilla biomecánica. Nada de princesas ni reinos coloridos; aquí todo era silencio, tensión y peligro. La música de Hirokazu Tanaka, más cercana a ruidos ambientales que a melodías heroicas, reforzaba esa atmósfera. En lugar de animarte, te hacía sentir perdido, como si el propio planeta conspirara contra ti. Y por supuesto, está Samus Aran, el gran giro del juego. Durante toda la partida creías controlar a un cazador de recompensas masculino, hasta que al terminar, dependiendo del tiempo invertido, el casco se retiraba y Samus se revelaba como mujer. En 1986, en un medio dominado por personajes masculinos como Mario, Link o Mega Man, ese detalle fue revolucionario, colocando a Samus como pionera en la representación femenina en los videojuegos.
La jugabilidad era igualmente rompedora: las mejoras permanentes como los Misiles, las Bombas, el Rayo de Hielo (Ice Beam) o la Morph Ball abrían zonas antes inaccesibles, empujándote a volver atrás y replantear tu camino. Ese bucle de exploración y retroceso intencionado sería la base de lo que más tarde se llamaría Metroidvania, un género que influenciaría a sagas tan dispares como Castlevania: Symphony of the Night, Axiom Verge o Hollow Knight. En su momento, Metroid no tuvo un impacto masivo comparable al de otros juegos de la NES. Sin embargo, en Estados Unidos alcanzó un estatus de culto gracias a Nintendo Power, que publicaba mapas y consejos para guiar a los jugadores por Zebes. En España, en cambio, la falta de cobertura en las revistas lo relegó a ese lugar extraño entre el mito y la realidad. Solo con el tiempo, y sobre todo con la llegada de Super Metroid en SNES, comenzó a recibir el reconocimiento que merecía.
Curiosidades:
- El sistema de contraseñas incluía el famoso JUSTIN BAILEY, que permitía jugar con Samus sin el traje y se convirtió en un mito de patio de colegio.
- La versión japonesa para el Famicom Disk System tenía música y efectos más ricos gracias al chip de sonido extra, algo que en occidente se perdió.
- El nombre de Ridley, el dragón espacial, fue un homenaje directo a Ridley Scott.
- La Morph Ball se creó porque animar a Samus en cuclillas era demasiado complicado: rodar era más simple… y terminó siendo una de sus señas de identidad.
Para mí, Metroid no fue solo un cartucho de la NES: fue un enigma, un reto personal y un juego que tardé años en comprender. Recuerdo la frustración de no avanzar, la sensación de perderme en sus pasillos interminables, y la alegría casi infantil de cada descubrimiento. Y cuando finalmente lo terminé ya de adulto, no solo entendí por qué se había convertido en una piedra angular de los videojuegos, sino que también cerré una herida abierta de mi infancia. Metroid me enseñó que los juegos no siempre están para darte todo servido: a veces son laberintos que te ponen a prueba, que exigen paciencia y atención... Y que justamente por eso se quedan grabados en la memoria.
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