No recuerdo con exactitud la primera vez que abrí
MSN Messenger en casa.
Tal vez esa niebla del recuerdo le dé su propio encanto, como si la memoria se negara a empaquetarlo todo en datos exactos. MSN no era solo un programa: era una excusa para
sentirse parte de algo, sin que realmente pasara gran cosa. Era la promesa de una conexión en una época en la que
Internet significaba
módems ruidosos,
cables como serpientes enredados entre torres beige sin mucha personalidad (lo "gaming" aun estaba por llegar) y pantallas de tubo que chisporroteaban al encenderse. La auténtica conexión no estaba en redes sociales (porque
no existían como hoy las conocemos) sino en ese pequeño ritual de abrir el Messenger y ver aparecer nombres en la columna lateral.
Alias cuidadosamente elegidos, acompañados de frases que oscilaban entre lo críptico y lo cursi, entre la filosofía de
coelho para adolescentes y letras de canciones de
La Oreja de Van Gogh o
Linkin Park, según el estado de ánimo. Eran pequeñas ventanas al alma, actualizadas a golpe de tecla. Si al abrirlo no había nadie conectado, no lo cerrabas. Lo minimizabas. Lo dejabas ahí,
esperando en segundo plano, no por urgencia, sino por esa
posibilidad siempre latente de una conversación que quizás no llegaría nunca. Hoy lo damos por hecho (las notificaciones constantes, el "en línea" perpetuo, etc.) pero en aquellos días,
esa simple aparición del contacto en verde tenía algo de
ciencia ficción.