
No recuerdo con exactitud la primera vez que abrí
MSN Messenger en casa.
Tal vez esa niebla del recuerdo le dé su propio encanto, como si la memoria se negara a empaquetarlo todo en datos exactos. MSN no era solo un programa: era una excusa para
sentirse parte de algo, sin que realmente pasara gran cosa. Era la promesa de una conexión en una época en la que
Internet significaba
módems ruidosos,
cables como serpientes enredados entre torres beige sin mucha personalidad (lo "gaming" aun estaba por llegar) y pantallas de tubo que chisporroteaban al encenderse. La auténtica conexión no estaba en redes sociales (porque
no existían como hoy las conocemos) sino en ese pequeño ritual de abrir el Messenger y ver aparecer nombres en la columna lateral.
Alias cuidadosamente elegidos, acompañados de frases que oscilaban entre lo críptico y lo cursi, entre la filosofía de
coelho para adolescentes y letras de canciones de
La Oreja de Van Gogh o
Linkin Park, según el estado de ánimo. Eran pequeñas ventanas al alma, actualizadas a golpe de tecla. Si al abrirlo no había nadie conectado, no lo cerrabas. Lo minimizabas. Lo dejabas ahí,
esperando en segundo plano, no por urgencia, sino por esa
posibilidad siempre latente de una conversación que quizás no llegaría nunca. Hoy lo damos por hecho (las notificaciones constantes, el "en línea" perpetuo, etc.) pero en aquellos días,
esa simple aparición del contacto en verde tenía algo de
ciencia ficción.
Esa chispa de expectativa (ese leve cosquilleo en el estómago, casi infantil) se encendía justo en el instante en que alguien con quien querías hablar se conectaba. Era una señal mínima, apenas un sonido metálico y una ventanita en la esquina inferior derecha de la pantalla, pero tenía algo de acto mágico. Porque en realidad no te decía nada, solo insinuaba: “a lo mejor está ahí”. Y esa duda era suficiente para estar a la espectativa. Luego venía el silencio, pero no un silencio cualquiera: era ese tipo de silencio flotante, que casi puedes tocar, que se instalaba tras una conversación dejada a medias hace una semana, o quizás desde hacía meses. Ese hueco que se abría cuando alguien aparecía en línea pero no escribía. Una presencia que, por no decir nada, decía demasiado. La paradoja era constante: el sonido del ding al abrirse una sesión contrastando con la nada absoluta. La certeza de estar compartiendo un espacio virtual con alguien, sin saber si saludar o no, sin saber si molestabas, sin saber si aún quedaba algo. Así era Messenger: no era solo una herramienta, era un escenario en penumbra, lleno de decorados en pausa, de conversaciones que entraban en hibernación como si esperaran el momento justo para volver a la vida. Y muchas veces ese momento nunca llegaba; pero ahí estaba, en segundo plano, esperando... Era la versión digital de nuestra adolescencia emocional, hecha de impulsos, de omisiones, de pequeñas explosiones de conexión entre largos tramos de espera. Éramos lo que no decíamos tanto como lo que escribíamos.
MSN Messenger fue eso: un zumbido intermitente en la conciencia, una red de pequeñas expectativas compartidas, un eco digital que decía “aquí estoy” sin tener que decir nada más. Fue la antesala de muchos silencios incómodos y de algunas epifanías escritas con faltas de ortografía. Un espacio en el que aprendimos a leer entre líneas (y entre emoticonos) a interpretar ausencias como mensajes, a esperar respuestas como quien espera señales de humo desde el otro lado del monitor. Pero fue también mucho más que eso: fue nuestro primer laboratorio emocional en línea, el lugar donde ensayamos afectos, ironías, rechazos, acercamientos torpes y declaraciones de amor disfrazadas de letra de canción en el estado. Un territorio liminal, medio íntimo y medio público, donde la frontera entre lo real y lo virtual se desdibujaba con una naturalidad que ahora parece imposible.
Por eso, quizá, vale la pena detenernos un momento y mirar hacia atrás. Hacer scroll hacia el pasado. Porque Messenger no fue solo una aplicación: fue un lenguaje, una generación, una forma de estar. Y merece que le dediquemos más que un zumbido; merece su propia historia.
El primer truco sucio de Microsoft
Antes de que
Messenger fuera lo que fue,
Microsoft tuvo que colarse como quien dice por la puerta trasera. A finales de los 90, el panorama de la
mensajería instantánea estaba dominado por
ICQ,
Yahoo Messenger y
AOL Instant Messenger (AIM). De hecho inicialmente yo también era un usuario activo de ICQ pues estaba tenía más presencia (por lo menos en España y Latinoamérica) que Yahoo Messenger y AOL que estaba más enfocado a EEUU, como es lógico. Por ello, como te imaginarás, ya había millones de usuarios y no había compatibilidad entre plataformas. La idea de un sistema universal de mensajería aún era lejana, pero Microsoft tenía un as bajo la manga:
Hotmail. Integraron
MSN Messenger directamente con su servicio de
correo electrónico y ofrecieron algo que sonaba natural: si ya tenías
Hotmail, podías empezar a chatear con tus contactos sin necesidad de instalar nada nuevo... Pero eso no era suficiente... ¡Querían más!

Y lo consiguieron,
por las malas: insertaron código que permitía a
Messenger comunicarse con usuarios de
AIM. Era, básicamente, un
hackeo encubierto. Una jugada sucia, sí; pero brillante. Durante unos días,
Messenger podía hablar con la competencia. Hasta que
AOL se dio cuenta, claro. Lo que siguió fue una
guerra de titanes al nivel más geek imaginable:
AOL bloqueaba,
Microsoft encontraba un nuevo camino,
AOL respondía... Según
David Auerbach, uno de los ingenieros de
Messenger, fue una auténtica partida de
gato y ratón, con
40 millones de usuarios como trofeo. Al final,
AOL utilizó el mismo
bug de
Microsoft en su contra, y la integración se rompió. Pero ya daba igual.
Messenger había entrado. Y no iba a irse fácilmente.
Empezar desde lo básico
La primera versión de
Messenger era poco más que una lista de contactos. No tenía
emoticonos personalizados, ni fondos, ni zumbidos. Solo texto y una columna de nombres. Pero incluso en su forma más simple, algo empezó a suceder. En una época en que todo lo digital parecía experimental,
Messenger era inesperadamente
usable. No solo funcionaba:
conectaba. Después vino
Windows XP, y con él una versión más robusta del cliente. Se podían hacer
llamadas de voz, enviar archivos, agrupar contactos. En un momento en que la mayoría de los usuarios aún se conectaban a través de
módem de 56 kbps,
Messenger permitía una forma directa, humana, casi de tu a tu por Internet, de comunicación digital. Si escribías
":)" se convertía en una
carita amarilla. Eso era todo. Y eso era mucho. Más tarde se integraría la
webcam y ahí la cosa se volvió real. Ver a alguien en directo, en movimiento, desde otra ciudad, desde otro país. Puede parecer tonto hoy, pero entonces era casi
mágico. Como mirar a través de un espejo robado. Por supuesto, todo fallaba a menudo. Se colgaban las conexiones, los audios no llegaban. Pero no importaba.
El milagro ya estaba hecho.
De hecho, hablando de esta versión principal; recuerdo una tarde en casa de un amigo, Abel, que vivía con su tío y tenía una conexión a Internet, algo increíble para la época. Éramos tres o cuatro chavales y, de algún modo, terminamos hablando con dos chicas de Canadá en el famoso A/S/L de Microsoft, del que hablaremos más adelante. No sé si eran hermanas o amigas, ni su edad exacta, pero aquello fue nuestra primera experiencia real de comunicación digital “cara a cara” aunque fuera solo por voz entrecortada y retazos de audio.
El momento en que explotó
La verdadera fiebre llegó entre
2003 y 2006.
Microsoft presumía entonces de más de
100 millones de usuarios mensuales; y no era para menos.
Messenger no era solo un
software: era un
ecosistema emocional. Se podían jugar juegos como el
Buscaminas en pareja, enviar guiños animados que ocupaban toda la pantalla (los infames
winks), personalizar el fondo de cada conversación, cambiar tu imagen de perfil, o mostrar qué canción estabas escuchando en tu reproductor.
Messenger no era
minimalista. Todo lo contrario. Era
barroco.
Colorinche.
Dramático. Los
emoticonos podían ser custom, pixelados, absurdos. El fondo de pantalla podía ser una foto de tu ex o una explosión de neón. Había gente que usaba
nicks de una línea entera, incluyendo comillas de letras de canciones, corazones, signos que uno tenía que copiar de tablas
Unicode.
El propio nombre ya no importaba: importaba cómo te presentabas. Y luego estaba el zumbido. Un invento sencillo, estúpidamente efectivo. Una sacudida de ventana que era, al mismo tiempo, coqueteo, reclamo, grito desesperado y sabotaje. Nadie se libró de abusar del zumbido. Yo mismo reconozco que los mandaba a cientos... Era el equivalente digital de tirar piedritas a la ventana de alguien para que te mire. Solo que con un sonido molesto y sin romanticismo.
Caídas, pérdidas y el miedo al vacío
En 2002, ocurrió algo que demostró lo frágil que era todo: millones de usuarios perdieron sus listas de contactos. De un día para otro, la columna que mostraba a nuestros amigos quedó en blanco, afectando a usuarios de todo el mundo que, de repente, se vieron desconectados de sus círculos digitales. El problema fue un fallo en el sistema Passport de Microsoft, la plataforma que gestionaba tanto Hotmail como Messenger, dejando al descubierto las vulnerabilidades de un sistema que aún estaba en pañales. Por si fuera poco, las caídas de servidor se volvieron frecuentes, y era común pasarse la tarde viendo el temido icono de “reconectando...”. Esto minaba la experiencia y generaba frustración entre los usuarios, que empezaban a cuestionar la fiabilidad de la plataforma.

Tal vez ayudado por estos múltiples incidentes y una creciente preocupación por el control de contenidos, en
2003 Microsoft tomó una decisión radical:
cerrar sus chatrooms públicos. Esas salas abiertas, donde el famoso
A/S/L (Age/Sex/Location) era moneda corriente, se habían convertido en un nido de abusos y problemas legales. Para Microsoft, el riesgo de mantener esos espacios abiertos superaba cualquier beneficio y optaron por eliminar esa característica para evitar complicaciones legales y proteger la imagen del servicio. A partir de ese momento, Messenger se transformó en una herramienta enfocada solo en contactos directos, un entorno mucho más cerrado y seguro. Algunos usuarios aplaudieron el cambio, celebrando un espacio más controlado; otros lamentaron la pérdida de la espontaneidad y libertad que las salas públicas ofrecían. Pero lo cierto es que esa decisión marcó el inicio de una nueva fase: la
domesticación de Messenger, que pasó de ser un terreno abierto y salvaje a una plataforma más pulida y restringida.
Windows Live y el principio del fin

En
2006,
Messenger perdió su apellido
MSN y se convirtió en
Windows Live Messenger, parte de la nueva estrategia de
Microsoft para integrar todo en su red de servicios. Y con ello llegó
la nostalgia. Porque la nueva versión tenía novedades: mensajes sin conexión, más personalización,
control parental; pero también
bugs,
crasheos, y sobre todo, una sensación de que el espíritu del programa se estaba diluyendo.
Messenger empezó a parecerse a algo que no quería ser:
una red social. Introdujeron una columna con actualizaciones de contactos. Añadieron opciones para mostrar tus publicaciones, tus fotos, tus estados. Pero nadie lo pidió y nadie quería eso.
Messenger funcionaba porque era
un pasillo silencioso donde a veces alguien te hablaba pero al convertirlo en una especie de tablón interactivo, rompieron su lógica interna. Aun así, la versión de
2009 fue un pequeño milagro. Era rápida, bonita, completa y fue la más usada llegando a tener
330 millones de usuarios activos mensuales. Uno podía seguir mandando zumbidos, emoticonos animados, jugar, compartir fondos. La
interfaz era lo suficientemente moderna sin ser intrusiva.
Skype y el apagón
WhatsApp apareció en los
móviles y la gente empezó a pasar menos tiempo frente al
PC. La mensajería se movió al bolsillo, al toque rápido, a la
notificación constante.
Messenger no podía seguir el ritmo; le era imposible por lo que
Microsoft tomó una decisión: en
2011, compró
Skype por
8.500 millones de dólares para sustituir su programa de mensajería. De esta forma el
Messenger, aún funcional y querido, fue sentenciado. La migración fue lenta, pero inevitable. En
2013, cerró globalmente, salvo en
China. En
2014, los últimos usuarios fueron incentivados con cupones de
2 dólares para mudarse a
Skype. El
31 de octubre de ese año,
MSN Messenger dejó de existir.
Como conclusión, creo que se puede decir que el MSN no fue el primero ni el mejor; pero fue el más nuestro y el más "de casa". Messenger nos enseñó a estar sin tener que decir nada. A esperar. A interpretar silencios. A usar una carita amarilla como declaración de intenciones. Fue una plataforma imperfecta, limitada, emocionalmente inestable; como nosotros. Y como todo lo que es verdaderamente importante, no supimos que se iba hasta que ya no estaba.
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