En la historia de los
videojuegos hay fracasos que se olvidan, fracasos que se ocultan y fracasos que, por alguna extraña razón, se celebran como curiosidades de culto o anécdotas de tiempos más ingenuos. Pero existe una cuarta categoría, quizás la más dolorosa y difícil de justificar: los fracasos que profanan sin pudor la memoria de algo que alguna vez fue entrañable, respetado e incluso significativo.
Popeye para Nintendo Switch (y PS4, aunque no tuve la "suerte de conocer esa versión", pero en esencia es la misma que la consola de Nintendo), lanzado en
2021 por
Sabec Limited, es exactamente eso: una
aberración digital que toma el nombre de un
ícono cultural y lo arrastra por un lodazal de mediocridad, negligencia y falta de criterio artística. Un juego tan
pobremente ejecutado, tan desprovisto de intención o alma, que uno sólo puede preguntarse si todo fue un experimento social para medir cuánto desprecio puede tolerar un fan antes de perder la fe.

Y lo más desconcertante es que había razones legítimas para esperar algo digno.
Popeye no es un don nadie en la historia del medio; su legado está entrelazado con la propia génesis de
Nintendo como desarrolladora de videojuegos. Cuando en
1981 Shigeru Miyamoto no pudo obtener la licencia de Popeye, decidió reciclar su concepto y creó
Donkey Kong, dando vida sin querer al
fontanero más famoso del mundo. Y cuando por fin obtuvieron la licencia un año después, el resultado fue un
arcade respetado, simple pero efectivo, visualmente encantador y con mecánicas claras, un juego que logró capturar el espíritu de los
dibujos animados y lo tradujo con éxito a los
píxeles... Cuarenta años más tarde, una empresa decidió que era hora de
"reimaginar" ese juego en
3D y lo hicieron con una combinación de pereza, herramientas genéricas de desarrollo, modelos prefabricados y una falta de comprensión absoluta del material original que raya en la crueldad.

Sabec Limited no es una empresa que inspire confianza. Su historial incluye títulos como
Calculator (literalmente una
calculadora que vendían a precio de
juego indie) o
Piano, una aplicación musical que no destacaría ni en un
Nokia de hace veinte años; entre otras lindezas. En
2020 publicaron más de veinte
"juegos", si se les puede llamar así, en Nintendo Switch, un ritmo de producción que más que ambición demuestra una clara dependencia del
copiar-pegar como metodología central. Que una licencia como
Popeye acabara en sus manos debería haber encendido todas las alarmas imaginables, pero algún desalmado no sólo permitió que este desastre no sólo existiera, sino que se comercializara como un producto legítimo.

El juego en sí es casi una
obra de arte del sinsentido. Comienza sin introducción, sin música, sin créditos, sin nada que indique que alguien, en algún momento del proceso, sintió algún tipo de orgullo por lo que había hecho. La
pantalla de título es muda, estática, desprovista de todo esfuerzo. Y cuando entras al juego, lo que encuentras es una simulación tosca de lo que podría haber sido un prototipo temprano de un estudiante que acaba de instalar
Unity por primera vez.
Popeye camina, golpea, recoge corazones, y eso es todo. No puede saltar, lo cual es tan inexplicable como imperdonable en un entorno
3D con
plataformas, escaleras y desniveles. Es como si los desarrolladores hubieran decidido que las
leyes de la física eran opcionales y que la interacción con el entorno podía resolverse simplemente ignorándolo.

El comportamiento de los enemigos es una colección de errores disfrazados de diseño.
Brutus se queda quieto como si estuviera esperando su turno y sólo reacciona cuando
Popeye se le acerca a una distancia relativamente cerca. El
buitre, ese que debería sobrevolar amenazante, a veces desaparece del mapa por completo, reapareciendo más tarde flotando de forma surrealista sobre el mapa como si estuviera contemplando su vida y preguntándose en qué momento decidió participar en esta
tragedia interactiva. Hay muertes que ocurren sin razón aparente, errores aleatorios que cierran el juego, etc... Es un título que no solo falla técnicamente, sino que transmite la sensación de haber sido hecho sin el más mínimo interés en ofrecer una
experiencia digna al jugador.

La
música, si se le puede llamar así, consiste en un solo
bucle de 30 segundos que se repite sin piedad, con cortes tan abruptos que es imposible no notar la chapucería de su edición. No hay atmósfera, no hay ritmo, no hay intención. Los
efectos de sonido son igual de terribles: gritos agudos y estridentes que parecen grabados en un
micrófono de
auriculares baratos que regalaban hace 20 años en la Renfe, y que convierten cada golpe recibido en un castigo auditivo. Y eso, sumado a un apartado visual de pesadilla, convierte a
Popeye en una de las experiencias más desagradables que uno puede tener con una
consola moderna.

Gráficamente, el juego es una amalgama de
assets comprados en
Unity Store, específicamente del
"Polygon Pirate Pack" de
Cinti Studios, un set de modelos genéricos que
Sabec ni siquiera se molestó en integrar con coherencia. Los modelos de
Popeye,
Olivia y
Brutus parecen haber sido insertados a la fuerza en escenarios donde no encajan ni por estilo ni por escala. Hay
personajes secundarios que están simplemente plantados en el mapa, congelados, pescando sin sedal, bloqueando el paso con sus cuerpos pixelados como si fueran árboles. Es un mundo sin lógica ni alma, como un
sueño febril generado por una
IA entrenada sólo en recuerdos vagos de los
años 80.
Y lo más triste de todo es que esto ni siquiera puede considerarse un juego, al menos no en el sentido tradicional. Los niveles (tres en total) se repiten una y otra vez, con ligeras variaciones cosméticas (una noche aquí, una lluvia allá), pero sin evolución ni sorpresa. La espinaca, ese ícono de poder, no es más que una mecánica superficial: Popeye se vuelve invencible por unos segundos, golpea a un enemigo y todo vuelve a la normalidad. No hay sensación de progreso, ni sistema de vidas, ni posibilidad de continuar. Mueren y vuelves al principio. Siempre. Es una estructura pensada para castigar, no para entretener.

Pero lo más escandaloso no es la incompetencia técnica o el reciclaje descarado de assets. Es la ausencia total del espíritu de Popeye. No hay voces, no hay humor, no hay el más mínimo intento de capturar el tono de los dibujos animados o el corazón del arcade original. No están Wimpy (llamado Pilón en los dibujos clásicos en España), ni Sweet Pea (llamado Cocoliso en los dibujos clásicos en España), ni los escenarios clásicos. No está el famoso tema musical más que por cinco segundos cuando comes las espinacas y aún así parece un politono de un móvil de los años noventa mal cortado. Todo el universo de Popeye reducido a una cáscara vacía, a una colección de modelos mal animados desplazándose por un mapa genérico. Es como si alguien hubiera leído la Wikipedia de Popeye mientras iba al baño y decidiera que con eso bastaba para hacer un juego.

Las
críticas fueron rápidas, feroces y completamente justificadas.
Popeye fue recibido con un coro unánime de rechazo, señalado como uno de los peores juegos jamás lanzados en la
Nintendo Switch. Pero lo que podría haber sido una oportunidad para aprender o disculparse fue recibido con hostilidad por parte de
Sabec, quienes incluso llegaron a amenazar legalmente a
creadores de contenido por publicar
reseñas negativas. Una actitud defensiva que solo dejó más claro que detrás del juego no había amor, ni respeto, ni comprensión, sino simplemente una
estrategia oportunista para exprimir una
licencia conocida con el mínimo esfuerzo posible.
Y así como llegó, Popeye desapareció. El 30 de junio de 2023 fue retirado silenciosamente de la eShop de Nintendo, sin comunicados, sin explicaciones, sin rastro. Como un cadáver que se entierra de noche sin ceremonia. Lo único que quedó fue el trauma colectivo de quienes lo jugaron y la sensación de que fuimos testigos de una traición innecesaria, absurda, casi cruel. Su eliminación fue quizás el único gesto de compasión asociado con el proyecto. Porque sí, hay juegos malos. Pero hay algo peor que un juego malo: un juego cínico, diseñado sin pasión, sin visión y sin respeto por nada de lo que representa.

Popeye para Switch no solo es un insulto a los fans del personaje; es una evidencia brutal del estado de una industria que permite que licencias históricas sean entregadas a desarrolladores cuyo único talento comprobado es el de convertir paquetes de Unity en productos comercializables. Es una advertencia sobre lo que ocurre cuando la accesibilidad tecnológica se combina con la total ausencia de estándares editoriales. Es, en resumen, una herida abierta en el legado de un personaje que merecía mucho más que esto.
Porque Popeye fue, alguna vez, símbolo de coraje, de resiliencia, de espíritu inquebrantable. Pero en este juego es solo un títere sin gracia en manos de desarrolladores sin amor por el oficio. Y aunque su historia en los videojuegos comenzó como una inspiración para Mario, su final en Switch solo sirve como ejemplo de todo lo que está mal con la nostalgia mal gestionada. Ojalá algún día pueda volver con dignidad. Pero hasta entonces, este juego debería ser recordado, si es que se recuerda, como el naufragio más triste del marinero más querido.
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