miércoles, 27 de agosto de 2025

Del crecimiento al colapso: la ecuación incómoda del planeta

En 1972, un grupo del MIT soltó un informe con un título que parecía aburrido pero que en realidad era una bomba: Los límites del crecimiento. La mayoría lo ignoró, lo ridiculizó o se lo tomó como el típico sermón apocalíptico. Medio siglo después, ese estudio se lee como una profecía matemática escrita con bisturí: estamos exactamente en el punto del colapso que advirtieron y cada dato actual encaja como pieza de rompecabezas en un escenario que la humanidad prefirió mirar con desprecio. El modelo que presentaron, bautizado World3, parecía ciencia ficción para la época. En vez de mirar un sólo problema, pusieron sobre la mesa las cinco variables que definen nuestro destino: población, recursos naturales, industrialización, producción de alimentos y contaminación. Cinco engranajes que giran juntos, se empujan entre sí y, según sus cálculos, acabarían reventando hacia mediados del siglo XXI si seguíamos con la misma obsesión suicida de crecer, producir y consumir sin freno.

En su momento, las élites reaccionaron como siempre: negación, burla y etiquetas. Los tildaron de alarmistas, de que odiaban la tecnología, de que subestimaban la creatividad humana. “Ya inventaremos algo para arreglarlo”, decían. Spoiler: no inventamos nada que lo arreglara. Al contrario, las décadas han demostrado que el mundo real ha seguido el guion original con una precisión escalofriante, especialmente en esa curva crítica que nos deja frente al abismo alrededor de 2040.

En 2014, el australiano Graham Turner hizo la primera verificación seria y su conclusión fue clara: la humanidad venía cumpliendo el libreto de Los límites del crecimiento con una exactitud incómoda. Nada de exageraciones: los datos estaban siguiendo la línea del colapso como si de verdad hubiéramos decidido actuar como el alumno aplicado de un curso de autodestrucción (revisión 2014).

Pero el mazazo definitivo llegó en 2020. Gaya Herrington, entonces ejecutiva de KPMG y ahora mandamás en temas de sostenibilidad en Schneider Electric, publicó un análisis en el Yale Journal of Industrial Ecology que revisó diez indicadores globales clave: fertilidad, energía, servicios, contaminación, agricultura y más. Confirmó que vamos directo hacia el declive, sin frenos y ni airbag, si no hacemos cambios estructurales de inmediato. Era su tesis de máster en Harvard, haciéndolo por cuenta propia para comprobar si el modelo del MIT aún aguantaba. Aguantaba. De hecho, coincidía sobre todo con dos escenarios: el BAU2 (business-as-usual) y el CT (comprehensive technology). Ambos dicen lo mismo: hacia la década del 2030 se acaba la fiesta, viene la caída de la producción agrícola, la pérdida de capital industrial y un deterioro brutal en la calidad de vida. Estudio 2020

En 2023, un grupo liderado por Nebel apretó aún más el tornillo. Tomaron datos hasta 2022, ajustaron el modelo con un algoritmo sobre 35 variables y lo publicaron también en el Journal of Industrial Ecology. Con toda la potencia computacional de hoy, el resultado fue el mismo que en 1972: colapso. Y no a largo plazo, sino en esta década. Entre 2024 y 2030, dijeron, la cosa revienta, sobre todo por agotamiento de recursos. Recalibración 2023 | dinámica de sistemas

Y no es teoría: la ONU ya lo pone en cifras. Según el Global Resources Outlook 2024, la humanidad está consumiendo a un ritmo equivalente a 1.7 planetas Tierra. Es decir, estamos gastando como si tuviéramos un planeta y medio de repuesto. Spoiler dos: no lo tenemos. El uso de materiales se triplicó en 50 años, sigue subiendo más de 2% cada año y para 2060 habrá crecido otro 60%. Como guinda, la población mundial sumará 1.6 mil millones de personas más para 2050. Mientras tanto, el Día del Sobregiro de la Tierra de 2024 cayó el 1 de agosto: desde ese día vivimos a crédito ambiental. El modelo no habla de un apocalipsis de Hollywood, con explosiones y meteoritos, sino de algo más insidioso: un desgaste progresivo. Crisis que se montan una sobre otra: menos comida, más desigualdad, colapsos financieros, migraciones masivas, conflictos políticos. Herrington lo explica bien: el colapso no significa que desaparezcamos como especie, sino que nuestra vida cotidiana se volverá más problemática: menos alimentos, menos servicios, menos bienestar, menos estabilidad. Colapso socialseguridad alimentaria y migraciones

¿Hay solución? Sí, pero no es cómoda. Los modelos apuntan a que solo un cambio radical de prioridades sociales combinado con innovaciones tecnológicas enfocadas en esas prioridades nos devolvería a un escenario de estabilidad. Eso significa soltar el mito del crecimiento infinito, apostar por una economía regenerativa, redistribuir recursos, reducir consumo material y abrazar la circularidad. O en palabras más simples: dejar de comportarnos como una plaga que devora su propio hábitat.

Lo perturbador es que estamos justo en la década clave. Los próximos diez años decidirán si damos el salto hacia un modelo sostenible o si entramos de lleno en el colapso civilizacional. Y los datos actuales muestran que seguimos avanzando en la dirección equivocada, como zombis caminando con obediencia matemática hacia el precipicio. Por primera vez en la historia, una civilización global podría colapsar no por invasiones, guerras o catástrofes naturales, sino por la arrogancia de creerse más grande que los límites físicos del planeta.

martes, 26 de agosto de 2025

Juego 061: The Last of Us (2013)

The Last of Us no fue simplemente otro juego de supervivencia cuando llegó en 2013 a la PlayStation 3; fue una revelación que transformó las expectativas sobre lo que podía ser una narrativa interactiva en la era moderna de los videojuegos. En un panorama dominado por títulos que priorizaban la acción espectacular y los mundos fantásticos, Naughty Dog se atrevió a crear algo profundamente humano, una historia de pérdida, supervivencia y conexión emocional que trascendía las barreras del medio y hablaba directamente al corazón de una generación que había crecido viendo cómo los videojuegos maduraban artísticamente. Lo que emergió no fue únicamente una obra maestra técnica que exprimía las capacidades de la PS3 hasta límites insospechados, sino una experiencia que demostraría que los videojuegos podían aspirar a la misma relevancia cultural que el cine y la literatura, estableciendo un nuevo paradigma para las narrativas posapocalípticas y redefiniendo lo que significaba contar una historia a través del medio interactivo.

El desarrollo de The Last of Us comenzó en 2009, cuando Naughty Dog acababa de finalizar Uncharted 2 y buscaba explorar territorios narrativos más maduros y complejos. El proyecto, que inicialmente llevaba el nombre en código "Thing 1" (como parte de la secuencia de nombres internos del estudio: Next para Jak and Daxter, Big para Uncharted), nació de la ambición de Neil Druckmann y Bruce Straley de crear algo que combinara la maestría técnica del estudio con una profundidad emocional hasta entonces inexplorada. Durante los primeros estadios de desarrollo, los protagonistas eran completamente diferentes: un hombre llamado Armstrong obsesionado con su hija muerta y una tal Amanda que se resistía a matar "zombis" hasta que se enfrentaba a personas reales. La evolución hacia Joel y Ellie fue gradual, influenciada por múltiples referencias culturales que incluían desde el documental Planeta Tierra hasta las novelas La carretera de Cormac McCarthy y City of Thieves, pasando por películas como No Country for Old Men. El equipo de más de 100 personas trabajó durante tres años para dar vida a un mundo que sintiera auténtico y devastador a la vez, utilizando tecnología de captura de movimiento con 180 cámaras para crear personajes que respiraran humanidad en cada gesto. El proceso creativo fue tan minucioso que incluso crearon un cortometraje de dos minutos mostrando a un superviviente siendo cazado por infectados, como forma de comunicar al equipo la estética y el tono que buscaban para el juego.

La recepción en España estableció nuevos estándares para la crítica especializada en nuestro país. Medios de referencia como Vandal le otorgaron un 9,8 sobre 10, mientras que 3D Juegos y Meristation alcanzaron el 9,7, consolidando un consenso crítico que raramente se había visto con un título de tales dimensiones. La prensa española destacó especialmente la capacidad del juego para equilibrar la jugabilidad atractiva con una narrativa desgarradora, señalando cómo cada enemigo se sentía humano y cada vida perdida tenía peso real. Más allá de las puntuaciones, los análisis españoles subrayaron cómo The Last of Us elevaba el listón de lo que los juegos Triple A podían lograr, enfatizando el desarrollo de personajes y la narrativa junto a la creación de un mundo realista. Esta recepción excepcional no fue un fenómeno aislado: se extendió a través de todo el mundo, donde el juego se estableció como el nuevo referente para las adaptaciones emocionales en el medio interactivo. La crítica española también valoró especialmente la localización al castellano y el doblaje, elementos que contribuyeron significativamente a que la experiencia resonara con la audiencia hispana de manera tan profunda y duradera.

El primer remake llegó en 2014 con The Last of Us Remastered para PlayStation 4, una versión que no se conformaba con ser una simple mejora técnica, sino que se presentaba como una reimaginación completa de la experiencia visual. La transición de los 720p de PS3 a los 1080p de PS4 permitió un nivel de detalle que transformaba por completo escenas icónicas como el encuentro con las jirafas, donde los colores más vivos y las texturas refinadas convertían el momento en algo aún más memorable. Las mejoras en las texturas eran especialmente evidentes en la ropa de Joel, que ahora mostraba un desgaste más evidente con detalles como manchas de sangre y pliegues más definidos que añadían autenticidad al personaje. La iluminación dinámica, aunque limitada por el hardware de PS3, alcanzaba nuevas cotas en PS4, donde la luz se reflejaba y refractaba con mayor precisión, especialmente notable en escenas interiores donde los rayos de sol atravesaban ventanas rotas creando efectos de sombras dinámicas. El salto más significativo se encontraba en el rendimiento: mientras que en PS3 el juego corría a 30 fps con caídas ocasionales durante momentos de alta intensidad, la versión remasterizada ofrecía 60 fps estables que no solo mejoraban la jugabilidad, sino que permitían apreciar mejor las animaciones y los detalles gráficos en movimiento. Los efectos visuales como la lluvia, las explosiones y las partículas alcanzaron un nuevo nivel de realismo, con gotas individuales rebotando en el suelo y reflejos en charcos que contribuían a una mayor inmersión.

El legado de The Last of Us también se hizo sentir en otros estudios que, inspirados por su éxito, empezaron a apostar por narrativas más maduras. El reinicio de God of War en 2018, con una relación central entre Kratos y Atreus que recuerda en muchos aspectos a Joel y Ellie, o The Witcher 3: Wild Hunt (2015), que reforzó su trama personal en torno a Geralt y Ciri, son ejemplos de cómo la influencia del título de Naughty Dog resonó en la industria. Incluso el auge de propuestas independientes que priorizaban la experiencia emocional por encima de la acción, como Life is Strange (2015), puede leerse en parte como consecuencia de que The Last of Us demostrara que había un público masivo dispuesto a abrazar historias profundamente humanas en el medio interactivo.


En 2022 llegó The Last of Us Parte I para PlayStation 5, un remake que iba mucho más allá del lavado de cara gráfico y representaba una reconstrucción completa desde cero utilizando toda la potencia de la nueva generación. Los modelados de personajes alcanzaron niveles de detalle impresionantes, con rostros que mostraban poros, cicatrices, sudor y hasta pequeños movimientos musculares que añadían una capa de realismo nunca antes vista. La nueva iluminación utilizaba trazado de rayos que transformaba por completo la atmósfera del juego, con reflejos en charcos y sombras proyectadas por la luz solar a través de ventanas rotas que elevaban la inmersión a otro nivel. Las mejoras técnicas incluían animaciones de The Last of Us Parte II, una nueva mecánica de movimiento llamada Motion Matching que utilizaba cientos de animaciones capturadas para conseguir transiciones más fluidas y movimientos orgánicos y una inteligencia artificial mejorada que hacía que los enemigos se comportaran de manera más realista. El remake también incorporaba todas las funciones del DualSense, incluyendo respuesta háptica, gatillos adaptativos y audio 3D, además de ofrecer modos gráficos que permitían jugar a 4K nativos con 30 fps o 4K dinámicos con objetivo de 60 fps.

La serie de HBO, creada por Craig Mazin (Chernobyl) y el propio Neil Druckmann, se estrenó en enero de 2023 y se convirtió inmediatamente en un fenómeno cultural que trascendió las fronteras del entretenimiento gaming. Con Pedro Pascal y Bella Ramsey interpretando a Joel y Ellie respectivamente, la producción logró algo que parecía imposible: crear la mejor adaptación de un videojuego jamás realizada, capaz de satisfacer tanto a los jugadores veteranos como a audiencias completamente ajenas al medio interactivo. 

La primera temporada de nueve episodios rompió todos los récords de audiencia de HBO Max, convirtiéndose en la serie más vista de la plataforma en Europa, mientras que en España se posicionó como el título más visto de 2023. Las cifras de audiencia fueron escalando episodio tras episodio, desde los 4,7 millones del estreno hasta los 8,2 millones del final de temporada, demostrando un crecimiento sostenido que contrastaba con el patrón habitual de declive audiencial. La serie destacaba por su fidelidad al material original mientras introducía cambios inteligentes que expandían y enriquecían la narrativa, como el memorable tercer episodio dedicado a Bill y Frank que, aunque generó controversia entre algunos sectores conservadores por su representación explícita de una relación homosexual, fue ampliamente elogiado por la crítica. La producción utilizaba una mezcla equilibrada entre efectos CGI y escenarios reales para recrear el mundo posapocalíptico, con sets físicos transformados meticulosamente para parecer ruinas del fin del mundo. La segunda temporada se estrenó en abril de 2025, constando de siete episodios que adaptaban parcialmente The Last of Us Part II, introduciendo a nuevos personajes como Abby (interpretada por Kaitlyn Dever) y continuando la historia cinco años después de los acontecimientos de la primera temporada. Sin embargo, la serie ha enfrentado turbulencias creativas con la salida de Neil Druckmann del proyecto tras completar la segunda temporada, dejando a Craig Mazin como único showrunner para la ya confirmada tercera temporada.

Aunque el lanzamiento de The Last of Us en 2013 pareció irrumpir como algo nunca visto, su llegada se dio en un momento en el que los videojuegos narrativos ya estaban experimentando con nuevas formas de contar historias. Títulos como Heavy Rain (2010), Bioshock (2007) o la primera temporada de The Walking Dead de Telltale (2012) habían demostrado que la interactividad podía ir más allá del espectáculo y acercarse a experiencias emocionales intensas. Sin embargo, ninguno de ellos logró integrar con la misma maestría la jugabilidad, la dirección artística y la escritura de personajes como lo haría Naughty Dog. En ese sentido, The Last of Us no solo se benefició de esta corriente de experimentación previa, sino que estableció un nuevo estándar que transformaría para siempre la percepción del medio.

La historia de The Last of Us es, en definitiva, la crónica de una obra que ha logrado trascender su medio original para convertirse en un fenómeno cultural multifacético que ha redefinido las posibilidades narrativas del entretenimiento contemporáneo. Desde aquel proyecto llamado "Thing 1" que germinó en los estudios de Naughty Dog en 2009 hasta la exitosa serie de HBO que conquistó las pantallas mundiales en 2023, pasando por las sucesivas remasterizaciones y remakes que han permitido que nuevas generaciones descubran la historia de Joel y Ellie, hemos sido testigos de cómo una narrativa puede evolucionar y adaptarse sin perder su esencia emocional. En España, tanto el juego original como sus posteriores versiones y la serie televisiva han encontrado una acogida excepcional que habla de la universalidad de sus temas: la supervivencia, la paternidad, la pérdida y la esperanza en tiempos desesperanzados. Cada iteración ha aportado algo nuevo a la experiencia, desde los 60 fps estables del remaster de PS4 hasta el trazado de rayos del remake de PS5, desde las interpretaciones sublimes de Pedro Pascal y Bella Ramsey hasta los nuevos personajes que se incorporarán en futuras temporadas. Lo que comenzó como un videojuego exclusivo de PlayStation 3 se ha transformado en una franquicia transmedia que demuestra que, cuando la calidad narrativa y técnica se alinean con una visión artística coherente, el resultado puede resonar a través de diferentes medios y generaciones, estableciendo un legado que perdurará mucho más allá de las consolas y pantallas que lo albergaron inicialmente.

lunes, 25 de agosto de 2025

Redes sociales: el ocaso de la exposición digital

Hubo una época en la que abrir Instagram era como echar un vistazo al salón de tus amigos. Fotos torcidas del desayuno, cafés humeantes bajo filtros horribles, mascotas bostezando, selfies que parecían hechas con la cámara de un Nokia 3310 con cámara incorporada. Una galería de nimiedades que, sin embargo, funcionaba como una especie de lazo invisible entre todos nosotros. Era lo espontáneo lo que tenía valor. La magia estaba en que la gente compartía sin pensarlo demasiado, sin calcular el impacto, sin pulir cada detalle como si fuesen creativos de una agencia de publicidad. Hoy, en cambio, lo que encontramos en las redes se parece más a un escaparate comercial que a un mural de vida cotidiana: influencers, publicidad disfrazada, noticias envenenadas, vídeos generados por inteligencia artificial y esa sensación de que todo está diseñado para vendernos algo o para medir cuánto tiempo resistimos mirando.

En menos de una década, el cambio ha sido brutal. Antes publicábamos de todo, sin filtro, sin miedo. Hoy muchos se quedan en silencio. Estadísticas sobran: cada vez menos usuarios suben contenido y muchos jóvenes han optado por borrar todo su rastro. Se le ha puesto incluso nombre: Grid Zero, ese gesto de vaciar el perfil hasta dejarlo en blanco, como si la única manera de protegerse fuese desaparecer del escaparate público.

La realidad es que ahora los mensajes se esconden en chats privados, en grupos cerrados, en conversaciones efímeras que desaparecen como humo. Ya no es que no usemos las redes, es que las usamos de otra manera: no para mostrarnos, sino para refugiarnos. Y no me extraña, porque exponer la vida propia se siente más como un riesgo que como un juego.

Yo igual, en Facebook debo hacer una publicación al año, lo mismo que en Instagram. No me atrae eso de compartir la foto de la comida, el café de la mañana, las vacaciones con el mismo cliché fotográfico de siempre o los atardeceres que parecen sacados de catálogo. Tampoco me apetece subir la imagen de lo guapo que es mi perro o lo divertido que es mi gato bostezando, como si eso fuese una novedad. Me pasa que no me sale esa necesidad de demostrar lo bien que me lo paso, cuando en el fondo mi tiempo libre es el mismo que el de los demás. Prefiero quedarme con los recuerdos en la retina, que sean míos, y no enmarcarlos en una pantalla para que los consuman otros. Seré raro, pero sé que no estoy solo. Cada vez somos más los que pensamos que la vida se vive mejor disfrutándola, no grabándola. Que el recuerdo se fabrica, no se sube a la nube.

Y reconozco que no siempre fui así. Hubo un tiempo en que estaba enganchado a Twitter, que me pasaba horas en Instagram y que incluso en difuntas redes como Tuenti donde era un usuario entusiasta (reconozco que la usaba demasiado). Me encantaba esa inmediatez, esa sensación de estar conectado con todo el mundo, de que tus pensamientos o tus fotos importaban aunque fuese un instante. Pero con los años me cansé y dejé de ver la gracia. Quizás porque se volvió repetitivo, quizás porque la presión de “estar presente” dejó de compensar o porque en el fondo la promesa de las redes (ese pacto implícito de que compartir te acercaba a los demás) se rompió.

En España, IAB Spain presentó la 16ª edición del Estudio de Redes Sociales 2025, elaborado en colaboración con Elogia, que confirma un desgaste similar en el panorama digital español. Los datos son reveladores: el 33% de los internautas españoles abandonó alguna plataforma durante el último año, siendo X la más afectada con un 28% de deserción, seguida de Facebook con un 15%, Pinterest también con un 15% y LinkedIn con un 12%. Los motivos principales identificados incluyen la falta de uso continuado, la pérdida progresiva de interés y, significativamente, el aburrimiento generalizado con el formato tradicional de las redes.

Supongo que lo que estamos viviendo es un despertar colectivo. Nos vendieron la idea de que todo el mundo debía compartir su vida en público y ahora descubrimos que era una trampa, que esa exposición constante desgasta, que la comunidad que nos prometieron se convirtió en escaparate y que la espontaneidad murió en manos de la mercantilización y monetización. Puede que las redes sigan existiendo durante mucho tiempo, que sigamos entrando por costumbre, que los algoritmos nos empujen a quedarnos; pero algo cambió... Ya no creemos en ellas de la misma manera. Lo íntimo se ha vuelto más valioso, la privacidad se siente como un lujo y el contacto real, cara a cara, parece más deseable que nunca. Quizás las redes sociales fueron sólo un experimento extraño en la historia de Internet, un espejismo que confundimos con el futuro. Y ahora, mientras ese espejismo se disuelve, lo que queda es decidir cómo queremos usar nuestro tiempo: si fabricando recuerdos para nosotros mismos o regalándolos al vacío interminable del feed. Yo ya escogí.

domingo, 24 de agosto de 2025

amiibo: cuando coleccionar significa dejar de jugar (Pixl.js)

Hace poco más de un mes, aquí en el blog, reflexioné sobre una paradoja que define nuestro tiempo: la tensión inevitable entre el impulso coleccionista y el deseo genuino de usar lo que atesoramos. Describí cómo los amiibo  de Nintendo habían evolucionado de juguetes inteligentes destinados al jugador casual a pequeñas reliquias para todo tipo de coleccionistas, cuidadosamente preservadas en vitrinas que parecían más altares que espacios funcionales. Era la historia de una contradicción dolorosa: figuras diseñadas para usadas, ahora convertidas en artefactos estáticos detrás del cristal de nuestra obsesión por la perfección. Mencioné entonces el Amiibolink como una solución elegante a este dilema moderno. Un pequeño dispositivo que prometía devolver la funcionalidad a nuestras colecciones sin comprometer su integridad física. La idea era seductora; mantener las figuras inmaculadas mientras seguíamos disfrutando de su propósito original a través de la emulación digital. Era un puente entre el "yo coleccionista" y el "yo jugador", como escribí en su momento. Pero como sucede con todas las primeras aproximaciones a un problema complejo, el Amiibolink resultó ser apenas el primer paso en una evolución mucho más profunda. La historia que contaba entonces terminaba con una reflexión esperanzadora pero incompleta; había encontrado una manera de reconciliar la preservación con el uso, sí, pero al precio de introducir nuevas dependencias y fricciones en la experiencia: el teléfono como intermediario constante... Era una solución funcional, pero distaba mucho de ser elegante.

Mientras escribía sobre el Amiibolink como la respuesta definitiva al dilema del coleccionista, ya existía una alternativa que no solo resolvía los problemas que había identificado, sino que reimaginaba por completo lo que podía ser un emulador de amiibo. Esa alternativa tenía un nombre paradójico: pixl.js, un proyecto que tomaba prestado su identidad del hardware británico original pero que se dirigía hacia territorios completamente inexplorados.

Pero la historia del pixl.js emulador de amiibo es más compleja pues lo que comenzó como una simple necesidad de eficiencia se transformó en una verdadera evolución tecnológica, donde un desarrollador llamado solosky tomó prestado no solo el nombre sino la esencia misma del proyecto original de Espruino para crear algo completamente diferente. El pixl.js de solosky no es una derivación superficial del hardware británico original; es una reinterpretación radical que mantiene el ADN del proyecto madre pero lo lleva hacia territorios inexplorados, específicamente diseñado para la emulación de amiibo desde sus fundamentos más básicos.

Donde el Amiibolink depende de la constante intermediación de un teléfono (con su app a juego), el pixl.js se presenta como un ecosistema completamente autónomo. Su corazón sigue siendo el mismo chip nRF52832 que alimentaba al pixl.js original de Espruino: un ARM Cortex-M4 de 64MHz con 64kB de RAM y 512kB de flash. Pero aquí es donde terminan las similitudes superficiales y comienza la verdadera innovación pues gracias a su memoria flash se puede crear un extenso repositorio local de amiibo para albergar todas esas figuras de nuestra colección. La diferencia más notable entre ambos enfoques radica en su filosofía de uso. Mientras que el Amiibolink mantiene al usuario en un constante estado de dependencia hacia su teléfono móvil, navegando por aplicaciones, seleccionando amiibos y gestionando conexiones Bluetooth que pueden fallar en el momento menos oportuno, el pixl.js ofrece una experiencia completamente diferente: su pantalla OLED (o LCD) se convierte en una ventana directa hacia tu colección virtual. No hay intermediarios, no hay aplicaciones que crasheen, no hay emparejamientos Bluetooth que fallen cuando más los necesitas. Simplemente enciendes el dispositivo y tienes acceso inmediato a tu base de datos completa de amiibos.

Esta autonomía se extiende más allá del uso básico. El pixl.js incluye un sistema de archivos completo que permite gestionar, renombrar, organizar y clasificar tus amiibos directamente desde el dispositivo. Su interfaz no es solo funcional; es intuitiva. Su stick direccional permite navegar entre menús con la fluidez, mientras que la pantalla OLED ofrece esa calidad visual cristalina que hace que la navegación sea un placer en lugar de una tarea. Cada amiibo puede configurarse con parámetros específicos, incluyendo la capacidad de establecer UIDs personalizados para casos de uso avanzados donde necesitas transferir datos entre el amiibo físico y su versión emulada.

El sistema de alimentación representa otra evolución significativa. Donde otros dispositivos dependen de baterías CR2032 que se agotan en el momento más inoportuno, el pixl.js OLED incorpora una batería de litio recargable de (normalmente de 180mAh) con carga USB-C. No es solo una cuestión de conveniencia; es una declaración de intenciones. Este dispositivo está diseñado para un uso intensivo, prolongado, sin las interrupciones constantes que caracterizan a los emuladores más básicos. La gestión energética está optimizada hasta el punto de que el dispositivo puede permanecer (teóricamente) en standby durante semanas. Pero quizás la característica más revolucionaria del pixl.js sea su capacidad de emulación múltiple. No se limita a los amiibos de Nintendo; su arquitectura permite emular tarjetas Mifare Classic y Ultralight, NTAG 213, 215 y 216, convirtiéndolo en una herramienta versátil para cualquier aplicación NFC. Esta flexibilidad lo transforma de un simple emulador de amiibo en una plataforma de emulación NFC completa, capaz de adaptarse a necesidades que van más allá del gaming casual.

El desarrollo del firmware es otro punto donde el pixl.js demuestra su superioridad técnica. Mientras que otros emuladores dependen de actualizaciones esporádicas y a menudo problemáticas, el pixl.js mantiene un ciclo de desarrollo activo con releases regulares que incluyen nuevos amiibos, mejoras de compatibilidad y optimizaciones de rendimiento. El sistema DFU (Device Firmware Upgrade) permite actualizaciones sin necesidad de herramientas especializadas, directamente desde aplicaciones móviles o desde navegadores web compatibles. Eso si, cuidado con las actualizaciones.

La diferencia en la experiencia de uso se hace evidente desde el primer momento. Donde el Amiibolink requiere una secuencia específica de pasos(abrir aplicación, emparejar dispositivo, navegar menús, seleccionar amiibo, confirmar selección, esperar sincronización) el pixl.js condensa todo esto en una operación directa: encender, navegar, seleccionar, usar. La latencia se reduce a prácticamente cero, y la posibilidad de fallo se minimiza al eliminar todas las dependencias externas. Esta simplicidad operativa oculta una complejidad técnica considerable. El firmware del pixl.js está desarrollado en C nativo en lugar de depender del intérprete JavaScript de Espruino, lo que resulta en un footprint de memoria significativamente menor y un rendimiento optimizado para las tareas específicas de emulación NFC. Esta decisión de diseño permite que el dispositivo opere con una eficiencia energética superior y una respuesta más rápida a las solicitudes de lectura NFC de las consolas.

Y aquí es donde la paradoja se completa de manera inesperada. El pixl.js no solo resuelve la tensión entre preservación y uso que describí en mi artículo anterior; la elimina por completo. No necesitas elegir entre tener una colección perfecta y disfrutar de la funcionalidad de tus amiibos. Puedes tener ambas cosas sin compromiso alguno, sin fricciones tecnológicas, sin dependencias externas.

El pixl.js representa, en esencia, la maduración del concepto. Donde los primeros dispositivos como el Amiibolink fueron experimentos valiosos que demostraron la viabilidad del concepto, el pixl.js es la implementación refinada de esa idea original. No es simplemente una mejora incremental; es una reimaginación completa de lo que puede ser un emulador de amiibo cuando se diseña desde cero con la experiencia del usuario como prioridad absoluta. Y esta evolución no ha pasado desapercibida para quienes han hecho la transición: la diferencia no es solo técnica, es visceral. Es la diferencia entre usar una herramienta y disfrutar de una experiencia. Es, finalmente, la respuesta definitiva a esa paradoja dolorosa que planteé meses atrás. Eso sí, nada quita que todos esos amiibo que tengas se sigan llenando de polvo y sea necesario limpiarlos. Nada es perfecto... 

sábado, 23 de agosto de 2025

Juego 060: Golden Sun para GBA (2001)

Golden Sun en 2001 no fue simplemente otro JRPG en la portátil de Nintendo: fue un relámpago inesperado que iluminó la pantalla de la Game Boy Advance con un fulgor que parecía imposible en una consola de bolsillo. En un momento en que el género estaba dominado por las grandes sagas en sobremesa (Final Fantasy X acababa de asomar en PlayStation 2 y Skies of Arcadia brillaba en Dreamcast), Camelot Software Planning decidió que la magia también podía caber en el bolsillo, y que las épicas no eran patrimonio exclusivo de la televisión del salón. Lo que hizo Golden Sun no fue simplemente ofrecer un RPG portátil: fue redefinir lo que se podía esperar de una consola de 32 bits con pilas, con un mundo vivo, un sistema de combate profundo y un apartado visual que, visto en perspectiva, parecía una carta de amor a los jugadores que crecimos entre sprites y mundos de fantasía. La aventura de Hans (Isaac en su versión original) y sus compañeros no era solo salvar el mundo de Weyard: era también demostrar que los videojuegos portátiles podían aspirar a la misma grandeza que los de sobremesa.

Para entender el fenómeno, hay que remontarse a finales de los 90. Camelot era un estudio japonés con un pedigrí particular: habían trabajado en los Shining Force de Mega Drive y Saturn y más tarde se hicieron inseparables de Nintendo gracias a los Mario Golf y Mario Tennis. Pero entre los encargos deportivos y la transición de generaciones, tenían una espina clavada: crear su propio JRPG monumental. Por ese motivo se puede considerar que Golden Sun fue ese proyecto soñado. Diseñado desde cero para la nueva portátil de Nintendo, nació con la ambición de ser un referente técnico y narrativo. El cartucho incluía gráficos pseudo-3D con rotaciones y escalados en combates que parecían imposibles en una GBA, acompañados de una banda sonora de Motoi Sakuraba que todavía hoy retumba en la memoria de muchos: melodías épicas, coros digitales y batallas que aceleraban el pulso con cada arpegio. En definitiva; el juego nos llevaba a Weyard, un mundo que mezclaba mitología, alquimia y geografía fantástica, donde los héroes debían evitar que fuerzas misteriosas reavivasen los faros elementales y desataran un poder antiguo.


El argumento, a primera vista tradicional, escondía giros de guion y una estructura narrativa que acabaría partiéndose en dos: Golden Sun (2001) y Golden Sun: The Lost Age (2002), concebidos como un único relato dividido en dos cartuchos.

Si algo distinguía a Golden Sun no era solo su presentación visual, sino su sistema de juego único. Los combates por turnos recordaban al canon de la época, pero los Djinn, pequeñas criaturas elementales, transformaban la estrategia en un rompecabezas vivo: podías asignarlos a tus personajes para alterar sus clases, invocarlos para desatar ataques colosales o guardarlos para preparar hechizos devastadores. Esa gestión dinámica hacía que cada enfrentamiento fuese más táctico que rutinario, algo que no siempre sucedía en los JRPG clásicos.

Y fuera de las batallas, Golden Sun brillaba aún más: los puzles con la Psienergía (los poderes mágicos de los héroes) convertían las mazmorras en experiencias interactivas que exigían pensar y experimentar. Levantar rocas, congelar charcos, mover columnas o iluminar antorchas eran más que adornos: eran parte central de la progresión, rompiendo la monotonía y dándole al mundo una sensación tangible que, en portátil, se sentía revolucionaria.

Al contrario que otros grandes nombres del RPG, Golden Sun se mantuvo estrictamente ligado al ecosistema portátil de Nintendo (ni a día de hoy existe en otras plataformas a no ser gracias a su Consola Virtual); el viaje estaba diseñado para ser íntimo, personal, vivido de tú a tú. Y esa exclusividad lo convirtió en un título de culto, pero también en una anomalía: Nintendo nunca explotó del todo su potencial como saga estrella. Tras The Lost Age, el epílogo llegó años después con Golden Sun: Dark Dawn (2010) en Nintendo DS, un regreso esperado que no logró encender la chispa con la misma intensidad. Desde entonces la saga duerme en silencio, con cameos en Super Smash Bros. y homenajes sueltos, pero sin la gloria de antaño.


En mi caso, la Game Boy Advance no fue una consola que llegara a exprimir al máximo: la tuve en una época en la que estaba más desligado del mundo de las consolas, al ser más pecero. Así que tuve muy pocos juegos de GBA, pero uno de esos pocos fue Golden Sun, y eso marcó una gran diferencia. Me hice con el primero justo después de los grandes lanzamientos que inauguraron la portátil de Nintendo, como Super Mario Advance y F-Zero: Maximum Velocity, joyas inevitables que acompañaron el debut de la GBA. Jugar Golden Sun tras esas primeras sensaciones fue un verdadero regalo: lo disfruté enormemente, con su magia narrativa, su sistema de Djinn y esa ambientación que te atrapaba desde el principio. La segunda entrega, Golden Sun: La Edad Perdida, la seguí menos, porque ya me distraían otras cosas, pero reconozco que también es un juego muy bueno, una continuación digna que supo mantener la esencia del original. Lo mejor: hoy ambos juegos pueden jugarse en Nintendo Switch, tanto en la primera consola mediante Nintendo Switch Online (con sus colecciones clásicas de GBA), como en la nueva Switch 2, gracias a su consola virtual (recientemente rebautizada como "Nintendo Classics).

Curiosidades

  • El cartucho original de Golden Sun ocupaba un cartucho de 64 megabits (8 MB), enorme para su época en GBA, lo que permitió incluir gráficos y música de calidad sorprendente. Su continuación nos llegaría en un cartucho que duplicaba esa capacidad.

  • Sakuraba, el compositor, también trabajó en Tales of y Star Ocean, pero muchos fans consideran Golden Sun su obra más inspirada.

  • El sistema de contraseñas entre Golden Sun y The Lost Age permitía transferir todo tu equipo, niveles y Djinn, en una de las conexiones más ambiciosas de la época portátil.

  • Durante años, Camelot bromeó con un hipotético Golden Sun 4, pero nunca llegó a materializarse. La franquicia lleva más de una década en silencio.

Golden Sun fue uno de esos cartuchos que no parecían de GBA. Tú lo mirabas, lo ponías en la consola y decías: “¿pero cómo demonios cabe todo esto aquí dentro?”. Y es que era eso: un JRPG que, por ambición, por presentación y por lo bien cerrado que estaba, parecía más propio de una sobremesa. Y sin embargo ahí lo tenías, acompañándote en el bus, en el sofá o en la cama, con las pilas muriendo en el peor momento posible. La pena es que Nintendo nunca supo qué hacer con la saga. Nos dio dos épicas entregas y nos hizo esperar casi una década para un regreso tibio en DS... Y desde entonces silencio absoluto. Mientras tanto, Isaac solo se deja ver como ayudante en el Smash, como si Nintendo nos dijese: “sí, sé que os mola… pero tampoco tanto”. Pues no, amigo, sí que nos mola. Y mucho. Porque al final, Golden Sun es de esos juegos que no todo el mundo jugó, pero todo el que lo jugó lo recuerda con cariño. Un JRPG que no te ocupaba 200 horas, pero que se te quedaba grabado igual. Un viaje que, al menos para mí, llegó en una época rara, más de PC que de portátil, pero que aun así me marcó lo suficiente como para seguir hablándote de él veinte años después. Y si hoy lo vuelvo a jugar en la Switch, sigo pensando lo mismo que aquel crío con la GBA en las manos: esto, señores, era oro puro.

sábado, 16 de agosto de 2025

Drag x Drive: la experimentación veraniega más polémica de Nintendo

Me encuentro sentado frente a la pantalla de mi Switch 2 con los Joy-Con tirados sobre las piernas como si fueran dos ratones de PC, dándoles pa’ delante y pa’ atrás sin parar mientras mi personaje se desplaza por la cancha con una fluidez que ni yo mismo me creo. Por veinte euros, Nintendo me vendió lo que actualmente muchos llaman “el peor juego” de su catálogo para la nueva consola… Y sin embargo aquí estoy, sudando ligeramente tras media hora de partidas online, con esa satisfacción rara cada vez que meto un triple desde media cancha. Porque Drag x Drive es, sin exagerar, una de las propuestas más arriesgadas que Nintendo ha lanzado en años. Es un videojuego de baloncesto en silla de ruedas que usa el “modo ratón” de los Joy-Con 2 para simular el giro de las ruedas. Único, sí; y siempre oscilando entre la genialidad y la frustración

La idea central es tan sencilla como atrevida: cada mando es una rueda. Deslizas ambos hacia delante para avanzar, mueves uno solo para girar y levantas la mano con un gesto de muñeca para lanzar el balón. Sobre el papel no suena nada mal y los primeros minutos te hacen pensar que estás descubriendo una nueva forma de interactuar con un juego. Pero cuando se disipa esta novedad, aparecen los primeros inconvenientes. El problema no es el concepto; es la precisión. Aproximadamente una de cada diez veces que intentas mover la silla, los Joy-Con deciden no registrar bien el movimiento y esto termina por ser frustrante en momentos clave como puede ser un contraataque, un robo… De todas formas, Nintendo fue clara: esto no es un competitivo al uso, sino una party experience, por lo que si lo tomas demasiado en serio, la imprevisibilidad de los controles puede terminarte frustrandote. Si juegas con mentalidad de desconectar y pasarlo bien, Drag x Drive puede ser entretenido, más si juegas con amigos usando chat de voz o el "novedoso" GameChat que proporciona Nintendo con su nueva consola.

La estructura va de partidos 3 vs 3 en un único entorno: una cancha gris con toques de neón y elementos de skate park, incluyendo half-pipes para hacer acrobacias mientras intentas encestar. Los personajes son robots con casco en tres variedades: base (ágil pero débil), pívot (lento pero fuerte) y alero (equilibrado). Aporta una pizca de estrategia, pero no tapa la falta de carisma visual que suele acompañar Nintendo con sus títulos (y aquí, en este caso, se ha perdido).

El multijugador online funciona con “parques públicos” para hasta doce jugadores, repartidos en dos canchas con partidos simultáneos. Mientras esperas, puedes practicar trucos o completar desafíos contrarreloj, que son básicamente el único contenido para un jugador. Y aquí hay algo que me ha dejado un poco descolocado: no hay multijugador local, algo raro en una marca que históricamente ha potenciado el juego de sofá. Porque, aunque parezca raro, no puedes formar equipos con tus amigos para meterte a públicas (por lo menos no en el momento de publicar esto). O creas un parque privado (todos deben tener el juego) o intentas coincidir en una sala pública… que suelen estar llenas, seguramente que por la novedad del juego.
 
Una vez pasado la novedad de las primeras horas y dejado el multijugador a un lado; hay poca chicha para quedarse. No hay sistema de experiencia, ni rangos competitivos, etc. Los únicos desbloqueables son cascos cosméticos y cuando terminas las contrarreloj del parque, queda poco que justifique seguir, más allá del placer de jugar partidos sueltos. Si lo comparas con otras propuestas de precio similar como Kirby’s Dream Buffet de Kirby, que ofrecía horas de desbloqueables, aquí el valor a largo plazo se queda corto.

En lo técnico, cumple sin presumir: 60 fps estables tanto en modo portátil como en modo dock. Gráficos limpios y funcionales, pero como apuntaba antes, sin ese brillo visual típico de Nintendo. Los efectos de sonido competentes y música que acompaña el juego es correcta, pero nada que se te quede en la cabeza.

El precio de 20€ es salvación y condena a la vez. Es difícil quejarse cuando lo comparas con los teóricos 90 € de un Mario Kart moderno, pero ese precio bajo también grita “prueba de concepto” más que “producto redondo”. Se siente como un experimento, una demo técnica del modo ratón de los Joy-Con 2 que se estiró hasta convertirse en juego comercial sin pulir del todo su hardware + software.

Después de varias sesiones intensas, mi veredicto es matizado: no es el desastre que algunos pintaron, pero tampoco la revolución que probablemente soñaron en Kioto. Funciona mejor como curiosidad tecnológica que como experiencia deportiva sostenida, mostrando tanto las posibilidades como las limitaciones del nuevo hardware de la compañía; es Nintendo en su versión más experimental, una empresa dispuesta a arriesgar con conceptos que nadie más intentaría, pero que a veces se queda corta en ejecución. Tal vez otros desarrolladores tomen estas ideas y las refinen en el futuro y recordemos este título como un precursor valiente de algo más grande. Por ahora, queda como lo que es: una demo técnica extendida que cuesta 20 € y que, en el mejor de los casos, te hará sudar las manos mientras intentas convencerte de que lo estás pasando bien

viernes, 15 de agosto de 2025

Juego 059: Scud Race (1996)

El lanzamiento de Scud Race (Sega) en 1996 no fue solo un hito en la era dorada de los salones recreativos: fue una explosión de adrenalina pura que capturó el espíritu de la velocidad sin concesiones, en un momento en que los videojuegos de carreras empezaban a trascender el mero entretenimiento para convertirse en simulaciones casi palpables de la euforia automovilística. Sega AM2, el estudio japonés responsable de joyas como Daytona USA y Virtua Racing, desafió los límites técnicos de su nueva placa Model 3 con un título que no solo rendía homenaje a los superdeportivos del mundo real (Ferrari, Porsche, McLaren y Dodge Viper), sino que también elevaba el género arcade a un nivel de inmersión y competencia feroz que parecía sacado de una pista de Le Mans bajo luces de neón. Lo que hizo Scud Race no fue simplemente acelerar sobre asfalto digital: fue redefinir la experiencia multijugador en los recreativos, con cabinas enlazadas que permitían carreras cara a cara, un rugido de motores que vibraba en el pecho y un diseño de pistas que mezclaba curvas imposibles con escenarios exóticos, todo envuelto en un humor sutil y referencias a la cultura pop automovilística. En una época en que las consolas domésticas empezaban a robar protagonismo a los arcades, Sega plantó la bandera de la exclusividad con un juego que exigía monedas (dependiendo del salón, hasta 1€ por partida) y compañía, recordándonos que la verdadera diversión a menudo viene con el sonido metálico de una moneda cayendo en la ranura.


Para entender este fenómeno, hay que remontarse a mediados de los 90. Scud Race, conocido también como Sega Super GT en Norteamérica y partes de Europa (aunque en España siempre lo he visto como Scud Race) surgió como el sucesor espiritual de Daytona USA, pero con ambiciones mayores. Desarrollado por el equipo de Yu Suzuki en Sega AM2, el juego se presentó como el primer gran título en aprovechar la potencia del hardware Model 3, una placa que prometía gráficos poligonales fluidos a 60 fotogramas por segundo, texturas detalladas y efectos de iluminación dinámica que hacían que los autos brillaran bajo el sol virtual o resbalaran en la lluvia nocturna. Originalmente concebido para debutar junto a Virtua Fighter 3, un retraso permitió pulir aún más sus mecánicas: drifting preciso, colisiones realistas y un sistema de daños que afectaba el rendimiento, todo sin sacrificar la accesibilidad arcade. El juego ofrecía cuatro pistas iniciales (desde principiante hasta experto) inspiradas en circuitos reales como Suzuka o ficticios con toques fantásticos. Pero lo que lo distinguía era su enfoque en el multijugador: hasta ocho jugadores podían competir en cabinas linkeadas, creando épicas carreras que convertían los salones en arenas de rivalidad amistosa.

Scud Race se ejecutaba sobre la revolucionaria placa Model 3 de Sega, con un procesador gráfico que permitía modelados 3D complejos y entornos detallados, como ciudades nocturnas o costas soleadas, todo a una resolución y fluidez que superaba a cualquier consola de la época. AM2 implementó técnicas avanzadas de renderizado para simular reflejos en los capós, partículas de humo y grava volando en las derrapadas, y un audio inmersivo con motores rugiendo en estéreo y una banda sonora que aceleraba el pulso. El control era intuitivo pero profundo, con volantes force-feedback que transmitían cada bache y curva. Técnicamente era un prodigio: exprimía el hardware para ofrecer carreras que se sentían vivas, con IA agresiva que no daba tregua y un equilibrio perfecto entre simulación y diversión arcade.

Uno de los aspectos más intrigantes de Scud Race es su estricta exclusividad para el mundo de los arcades, un bastión que Sega defendió con uñas y dientes a pesar de los planes iniciales para ports a consolas como la Sega Saturn y, más tarde, la Dreamcast. Estos proyectos fueron cancelados por decisiones estratégicas de la compañía, que priorizaba títulos exclusivos para el hogar en un mercado en transición, dejando al juego anclado en las cabinas recreativas donde brillaba mejor. A día de hoy, no existe una versión oficial para consolas o PC; sólo (complicadas) emulaciones que permiten revivirlo en entornos modernos. Sin embargo, hay pistas sueltas dispersas en otros títulos de Sega que rinden homenaje: por ejemplo, en OutRun 2 para Xbox (2004) y su expansión OutRun 2006: Coast 2 Coast, se incluyen recreaciones fieles de las pistas de Scud Race como contenido desbloqueable, con autos similares y mecánicas adaptadas, permitiendo a los fans saborear ecos de su gloria original. También hay referencias visuales en juegos como Shenmue o Sonic & All-Stars Racing Transformed, donde elementos como billboards o diseños de circuitos evocan su legado, pero nada reemplaza la experiencia arcade pura.

A pesar de su innovación, Scud Race no rompió récords de ingresos comparado con gigantes como Daytona USA, pero su impacto en los salones recreativos fue inmenso, convirtiéndose en un referente para los aficionados a las carreras durante años. Lanzado en una era de transición para Sega, con la Saturn luchando y la Dreamcast en el horizonte, el juego cosechó elogios por su jugabilidad y gráficos, pero su exclusividad limitó su alcance masivo. Con el tiempo, se elevó al estatus de culto entre coleccionistas y entusiastas de los arcades, con cabinas originales cotizándose alto en subastas y comunidades online manteniendo viva su llama a través de torneos emulados.

En mi caso, jugué a Scud Race decenas de veces allá por principios del año 2000 (cuando el juego ya tenía sus años), en aquellos salones recreativos que había por la zona y lo hice con un buen amigo que, por desgracia, perdió la batalla contra el cáncer unos años después; pero en esas sesiones interminables de carreras enlazadas, éramos invencibles: riendo a carcajadas con cada derrapada fallida, compitiendo por el podio mientras las monedas se acumulaban en la ranura como ofrendas a la diversión. Es, sin lugar a dudas, el juego multijugador al que más dinero he "invertido", devorando tardes enteras en los diferentes locales cercanos cuando los recreativos estaban dejando ya de ser el epicentro social. Y estoy seguro de que, si a día de hoy lo encontrase en algún rincón olvidado de un arcade vintage, echaría una moneda por esos tiempos.

Curiosidades:

  • Licencias reales: Scud Race fue uno de los primeros en incluir autos licenciados como el Ferrari F40 o Porsche 911, con modelados fieles que Sega negoció directamente con los fabricantes.

  • Nombre controvertido: "Scud Race" se cambió a "Sega Super GT" en occidente para evitar confusiones con misiles Scud, aunque el título original evocaba "Sports Car Ultimate Drive".

  • En 1997 salió Scud Race Plus, una actualización japonesa que introdujo pistas inversas y el modo “Super-Beginner”, un circuito oval dentro de una casa de juegos infantil. En este modo podías competir como un gato, un tanque, un autobús del equipo AM2 o un coche cohete. También existía un modo “attract” donde un deportivo rojo destruía el Coliseo Romano.

  • Aunque se mostró una demo técnica para Dreamcast (incluso en presentaciones oficiales de Sony), finalmente nunca llegó a lanzarse una versión doméstica. Tampoco hubo port para Saturn, principalmente por limitaciones de hardware.

  • Las cuatro pistas de Scud Race aparecen como contenido desbloqueable en la versión de Xbox de OutRun 2, integradas como una ruta continua en lugar de pistas separadas.

  • En la versión original de Scud Race (no Plus), hay modelos no utilizados ("unused objects") detectados en los archivos: uno es un Ferrari F50, y otro es un coche de la IA del Daytona USA (denominado o_1kcar0_a).

Scud Race no fue solo un juego de carreras atípico en su tiempo: fue una anomalía vibrante y efímera que se atrevió a capturar la esencia de la velocidad en un formato que exigía presencia física, monedas y rivales en persona. Fue competencia cuando todo era solitario, euforia en una época de transición y transgresión en el terreno más efímero: los salones recreativos que desaparecían. Pocos títulos han tenido el coraje de permanecer exclusivos con tanto magnetismo, ni de cuestionar el paso al hogar desde las cabinas. Y si bien nunca tuvo la oportunidad de expandirse comercialmente, su existencia es en sí misma un acto de resistencia arcade. Hoy, más que nunca, Scud Race se mantiene como un recordatorio veloz de lo que puede pasar cuando los desarrolladores apuestan por la inmediatez: un videojuego que no pedía adaptaciones, ni excusas.

miércoles, 13 de agosto de 2025

El bucle cerebral en clave de canción

Vas por la calle, en silencio, quizá con el café aún humeante o mirando el móvil a medias, y de repente se te cuela una melodía que no pediste: aparece, se agarra y vuelve una y otra vez, como una notificación que no puedes silenciar. Ese earworm (gusano de oído) se instala en la cabeza y empieza a girar como un disco rayado que nadie puso a sonar a propósito. Sin darte cuenta, tarareas el mismo fragmento, siempre el mismo, y te preguntas por qué tu mente decide ponerse en bucle justo ahora, sin pedir permiso. No te pasa solo a ti: hasta el 98 % de la población ha experimentado alguna vez este fenómeno que la literatura científica denomina imágenes musicales involuntarias (involuntary musical imagery). La mayoría de episodios son inofensivos y pasajeros, pero un porcentaje pequeño puede resultar molesto e incluso angustiante, tal y como se ha descrito en investigaciones publicadas en PLOS ONE y revisiones clínicas disponibles en PubMed Central. En esencia, hablamos de una forma espontánea de actividad mental donde memoria, emoción y expectativa se combinan para producir un bucle que se autoalimenta.

¿Por qué ciertas canciones prenden mejor que otras? No todo vale: los temas con estructura simple, tempo relativamente rápido y contornos melódicos cantarines se quedan con más facilidad. Un trabajo liderado por la musicóloga Kelly Jakubowski desmenuzó características de canciones “pegadizas” y observó patrones melódicos y rítmicos comunes asociados a earworms, reforzando esa intuición pop de que lo predecible con un toque de novedad engancha (American Psychological Association). De ahí que clásicos contemporáneos como “Bad Romance”, “Can’t Get You Out of My Head” o “Don’t Stop Believin’” aparezcan con frecuencia en listas de canciones que se nos quedan dentro; el propio término “no me la saco de la cabeza” se vuelve casi literal. Además, el efecto de mera exposición —escuchar algo con cierta frecuencia— aumenta la probabilidad de que brote después, incluso cuando ya no suena fuera (The Washington Post).

Lo que ocurre por dentro es igual o más interesante que la canción de turno. Imaginar música activa redes muy parecidas a las de escucharla de verdad: corteza auditiva y áreas sensorimotoras implicadas en el “canto interior”, un tipo de subvocalización que puede llegar a reclutar musculatura vocal de forma sutil. Hay evidencia de que la coordinación entre corteza auditiva y sistema motor sostiene esa imagen musical interna (Scientific Reports), y de que redes asociadas a cognición espontánea (como la red neuronal por defecto) participan en la emergencia y mantenimiento del bucle (Brain and Cognition). El resultado: un “replay” mental que no necesita altavoces, solo memoria, expectativas rítmicas y un poco de tiempo muerto.


Quiénes son más propensos y por qué. Las diferencias individuales importan: escuchar música con frecuencia, tener formación musical (aunque no siempre protege de los bucles) o ciertos rasgos de personalidad (por ejemplo, alta apertura a la experiencia) se han vinculado con una mayor propensión a experimentar earworms (Music & Science; revisión en Psychonomic Bulletin & Review). El estado emocional también pesa: estrés, nostalgia o distracción pueden abrir la puerta, igual que los disparadores situacionales (oír un fragmento en un supermercado, ver una palabra que recuerda una letra, pasar por un lugar asociado a una canción) (PLOS ONE). ¿Cuándo preocuparnos? El earworm típico es benigno, doméstico y breve. Otra cosa son los obsesiones musicales persistentes (a veces apodadas “stuck song syndrome”), que pueden formar parte de un cuadro obsesivo-compulsivo y requerir evaluación clínica (Indian Journal of Psychiatry). También conviene distinguirlos de las alucinaciones musicales, experiencias más raras que se perciben como externas y que suelen asociarse a pérdida auditiva u otros factores neurológicos; no son lo mismo que un earworm corriente (revisión fenomenológica). Si el bucle es muy intrusivo, prolongado o viene con otros síntomas, toca comentarlo con un profesional (Harvard Health).

Qué funciona (y qué no) para apagar el bucle. Luchar frontalmente contra la melodía suele empeorarla; lo describió Daniel Wegner como “proceso irónico”: cuanto más intentas no pensar en algo, más aparece. En cambio, cerrar el ciclo escuchando la canción completa puede ayudar a tu cerebro a “dar por terminado” el asunto; sustituirla por otra melodía deliberada y neutra (hay quien usa “Happy Birthday” o un himno) también da alivio, porque es difícil “cantar” dos canciones mentales a la vez (The Guardian). Y un hallazgo curioso con respaldo experimental: mascar chicle reduce tanto los pensamientos musicales voluntarios como los involuntarios, probablemente porque ocupa los mecanismos de planificación articulatoria que usamos para el “canto interior” (Quarterly Journal of Experimental Psychology; University of Reading; Dental Tribune). Alternativas con buen resultado práctico: tareas que suban la carga cognitiva (puzles, lectura con atención, conversación), que generan “ruido” suficiente para desplazar el bucle (WP).


La memoria juega a no dejar cabos sueltos. Los earworms son una ventana a cómo el cerebro anticipa patrones y detesta lo incompleto: a menudo se engancha un estribillo o un gancho, el lugar donde más expectativa rítmico-melódica se condensa. Esa “tensión por cerrar” recuerda al efecto Zeigarnik, por el que lo inconcluso sigue reclamando recursos mentales. La música, tan hecha de repeticiones y sorpresas pequeñas, es el terreno perfecto para que esa energía se recicle sin pedir permiso.

Si hoy te visita un estribillo insistente, en vez de pelearte con él prueba a observarlo un momento: identifica el fragmento, respira, completa la canción si hace falta o cámbiala por otra, mastica chicle durante un rato y lánzate a una tarea que te pida tu atención. No siempre funciona a la primera, pero casi siempre se disuelve cuando la mente encuentra otra cosa a la que engancharse. Y si no, piensa que hay algo bonito (y un poco travieso) en que tu cerebro conserve una lista de reproducción secreta: es memoria, es emoción, es ritmo… Y también una manera de recordarte que la música, incluso en silencio, tiene su propio hogar ahí dentro.