
Desde tiempos inmemoriales el ser humano ha buscado dar sentido a lo desconocido mediante relatos. En el pasado, eran los
mitos cosmogónicos, esas narraciones sobre el origen del mundo, las que ofrecían una explicación simbólica y emocional frente a los enigmas de la naturaleza.
¿Por qué tiembla la tierra?,
¿por qué cae un rayo?,
¿por qué muere la gente joven?, ¿por qué llueve?... En la
Antigua Grecia estas preguntas no se resolvían con ciencia, sino con historias de dioses como
Zeus,
Hades o
Deméter y en el otro extremo del mundo, en las culturas mesoamericanas, las respuestas venían de entidades como
Quetzalcóatl o
Tezcatlipoca. Hoy, en cambio, no es raro que encontremos en redes sociales teorías sobre
reptilianos,
inteligencias artificiales autoconscientes o
universos paralelos como formas de lidiar con nuevas versiones de los mismos temores: el control, la pérdida, la incertidumbre. A pesar de los avances científicos,
seguimos necesitando relatos que pongan orden en el caos. La diferencia es que ahora esos relatos no provienen de chamanes ni sacerdotes, sino de
TikTokers,
YouTubers y
hilos virales en Reddit.
Los mitos modernos, aunque a menudo disfrazados de noticias o entretenimiento, cumplen funciones similares a las de sus antecesores. Un mito no necesita ser verdadero; necesita ser creíble, emocionalmente potente, compartible. Las llamadas
creepypastas (como
Slender Man,
Jeff the Killer o el inquietante
The Backrooms) no son simplemente historias de terror: son alegorías digitales sobre la alienación, la ansiedad y el miedo a lo invisible. Slender Man, por ejemplo, es una figura imposible de comprender, sin rostro ni propósito definido, que se manifiesta sobre todo en contextos de infancia y bosque: el lugar de lo desconocido por excelencia. ¿No es eso lo que hacían los antiguos mitos del bosque encantado? Además, estos nuevos relatos
se propagan a velocidad de vértigo. Mientras que un mito tradicional podía tardar generaciones en consolidarse, hoy basta un vídeo con fondo musical inquietante, una imagen borrosa (cuanta peor sea la calidad, mejor) o un “testimonio” grabado en vertical para que una historia se vuelva viral. Plataformas como
TikTok,
YouTube o
Discord son los nuevos templos, los nuevos teatros de lo invisible. La necesidad de contar (y de creer) no ha desaparecido; simplemente ha mutado al ritmo de la tecnología.
Muchos de estos nuevos mitos reflejan temores contemporáneos muy concretos. La paranoia sobre el control global se transforma en conspiraciones como la del Nuevo Orden Mundial, los temores tecnológicos se concretan en ideas como la Singularidad, y el sentimiento de alienación da lugar a teorías sobre que ya vivimos en una simulación (como en Matrix). Incluso fenómenos relativamente recientes como la aparición de IA generativa o deepfakes están siendo absorbidos por el aparato mítico: si todo puede ser simulado, ¿cómo sabemos que algo es real? ¿No es esa una pregunta ancestral?

También es llamativo cómo estos
mitos actuales generan comunidades en torno a ellos. Antes, los relatos eran transmitidos por
tradición oral, en contextos familiares o rituales. Ahora se comparten en
foros digitales, se adaptan en vídeos explicativos, se traducen a varios idiomas, se ilustran con
inteligencia artificial y terminan incluso en
merchandising.
¿Cómo no va a ser real si tiene su propia línea de camisetas? Lo interesante aquí es que la
participación activa es parte del mito. Ya no hay narradores fijos: cada usuario puede ser autor, testigo o víctima. Como si cada uno de nosotros pudiese escribir una nueva
tablilla sumeria o añadir un capítulo al
Popol Vuh, pero en formato de hilo de
Reddit con 247 comentarios; pues se ha globalizado y es un
folclore sin fronteras, pero profundamente humano. Incluso la
estética de lo mítico ha cambiado. Si antes era el mármol, el templo o el códice, ahora es el
ruido digital, la
baja resolución, los filtros sepia y los cortes abruptos. La
verosimilitud ha mutado: lo que parece torpe, distorsionado o grabado a escondidas es lo que más credibilidad genera y, curiosamente, la nitidez es sospechosa. En cierto sentido, lo que vemos es una
sacralización de la imperfección: lo borroso es más verdadero porque parece más difícil de fabricar. Lo cual, por supuesto, es un contrasentido en plena era de los
deepfakes y la edición con IA. Pero no importa: el
mito no necesita lógica, necesita fe. Y en internet, la fe se mide en
retuits,
likes, vistas y comentarios que empiezan con
“yo una vez viví algo parecido…”.
Al final, da igual si hablamos de dioses antiguos o entidades digitales. La necesidad es la misma: encontrar explicaciones a cosas que no comprendemos del todo. Y en eso, los mitos modernos son una forma más de poesía. Torpe, oscura, a veces ridícula, también reveladora; pero siguen cumpliendo su función esencial: darnos sentido. Nos guste o no, seguimos siendo criaturas simbólicas que, frente al vértigo de lo desconocido, preferimos una buena historia antes que una respuesta fría. Incluso si sabemos que es mentira.
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