miércoles, 25 de junio de 2025

Juego 047: Pac-Man (1980)

Hay juegos que nacieron para romper moldes y hay otros que, sin quererlo, terminaron moldeando todo lo que vino después. Pac-Man es de esos últimos. Uno lo ve hoy, con sus gráficos mínimos, su laberinto monocromático y ese comecocos amarillo que solo gira hacia la izquierda o hacia la derecha y puede pensar que es una simple curiosidad de museo, un fósil jugable de otra era. Pero si te paras un momento, si te pones a jugar en serio y dejas que el ritmo te atrape, te das cuenta de que Pac-Man no era un experimento: era un manifiesto. Un juego que, en plena era de marcianitos y disparos, se atrevió a hacer algo distinto. Que apostó por la forma antes que por la fuerza, por la intuición antes que por la agresividad, y que convirtió un diseño sencillo en una obra de relojería que todavía hoy se estudia, se emula y se venera.

No recuerdo exactamente cuándo fue la primera vez que vi un Pac-Man. Tengo flashes: recreativas polvorientas en algún bar cercano a casa, algún salón recreativo donde los niños se apelotonaban alrededor de la máquina como si fuera un altar digital, luces parpadeando, sonidos repetitivos y un joystick que parecía haber sobrevivido una guerra. Lo que sí sé es que no lo jugué casi nunca. Lo veía más de lo que lo tocaba. En casa teníamos una Atari 2600, pero con un clon raruno que intentaba parecerse y no lo conseguía; era otro juego, otra sensación y nada que ver. Mi primer contacto real fue en la NES, en el cartucho oficial, aquel que salió originalmente en 1984 en Japón pero que no lo jugué asta principios de los noventa, cuando ya casi nadie hablaba mucho de Pac-Man porque el mundo se había volcado con los plataformas, los beat’em up y los torneos improvisados de Street Fighter II. Lo curioso es que, a pesar de ser un juego archiconocido, sólo una persona en el colegio lo tenía y no era precisamente la persona más generosa. Así que jugué poco, muy poco. Años más tarde, con la Xbox 360, me volví a topar con él gracias a un recopilatorio digital, y entonces sí: lo jugué a fondo, sin presión, sin monedas de 25 pesetas ni colas detrás, redescubriendo algo que en su día había quedado flotando en la periferia de mi memoria.

Y ahí entendí de verdad lo que significaba Pac-Man. Porque no premiaba al que más botones pulsaba, ni al que memorizaba patrones como un robot. Pedía calma dentro del caos, lectura del ritmo, instinto y sangre fría. Saber cuándo escapar y cuándo atacar. Cuándo arriesgar por una cereza y cuándo resignarte a huir. Tenía ese equilibrio perfecto que solo los grandes juegos alcanzan: fácil de entender, endiabladamente difícil de dominar. Y lo mejor de todo: no había vidas infinitas, ni modos de práctica, ni puntos de control. Era tú contra la máquina. Sin adornos, sin trucos, sin narrativas superpuestas. Te soltaba en el laberinto y decía: a ver cuánto aguantas.

Pac-Man fue creado por Toru Iwatani, un diseñador japonés que no quería hacer “otro juego de naves”. Su intención era muy concreta: diseñar algo que no girara en torno a la violencia, sino al acto más básico y universal de todos: comer. Un juego más accesible, más amable, que atrajera tanto a chicos como a chicas. De ahí ese protagonista redondeado, simpático, una bola con boca y poco más. De ahí también ese sonido tan reconocible de waka waka, que al principio parece juguetón, casi inocente, pero que al cabo de unos minutos se convierte en algo cercano a una alarma, una llamada constante al movimiento, al peligro, a la decisión rápida. Lo increíble es cómo algo tan primitivo se sentía (y se sigue sintiendo) tan fino. La estética alegre, los colores vivos, la ausencia total de disparos o explosiones. Y, sin embargo, debajo de todo eso, había un sistema medido al milímetro. Cuatro fantasmas con nombres casi cómicos (Blinky, Pinky, Inky y Clyde) que no se comportaban igual ni por asomo: uno perseguía, otro emboscaba, otro se movía según una fórmula combinada y el último parecía no tener claro lo que quería. Una inteligencia artificial pionera, ajustada con bisturí, que hacía que cada movimiento tuviera consecuencias.

Y claro, como todo fenómeno cultural, Pac-Man no se quedó ahí. Hubo secuelas, variantes, re-imaginaciones. Algunas funcionaron mejor que otras. La más célebre fue, sin duda, Ms. Pac-Man, que no solo añadía un lazo rosa, sino que refinaba la experiencia con laberintos nuevos, velocidad más ajustada y patrones menos predecibles. Luego vinieron cosas más raras como Pac-Land, que intentaba meter al personaje en un plataformas 2D, o Pac-Man World, en 3D, con historia, diálogos y enemigos jefes, en un intento algo forzado de darle profundidad a alguien que, seamos sinceros, nunca la necesitó. Pac-Man no tiene pasado trágico. No habla, no piensa, no llora. Solo come. Y eso basta.

Incluso el cine quiso su trozo de pastel. En la película Pixels, estrenada en 2015, Pac-Man aparece como uno de los principales enemigos digitales que invaden la Tierra, recreado como una versión gigantesca de sí mismo, mordiendo coches y destrozando media ciudad a píxel limpio. En una de las escenas más recordadas (y más delirantes), un personaje llamado Professor Iwatani, interpretado por el actor Denis Akiyama, intenta razonar con él como si fuera su criatura, su creación rebelde. Le habla con ternura, con orgullo… y Pac-Man le arranca la mano. Surrealista, sí. Pero también lógico: porque Pac-Man no escucha, no obedece, no razona. Solo sigue comiendo. Lo curioso es que el verdadero Toru Iwatani también aparece en la película, haciendo un breve cameo al inicio como técnico reparador de una máquina arcade. Un guiño elegante para los fans más atentos. Un detalle que, como el propio juego, está ahí si sabes dónde mirar.

Lo sorprendente es que, hoy en día, sigue ahí. En 2025 cumple 45 años, y lo celebra con eventos internacionales, exposiciones en museos de videojuegos, figuras gigantes en España, reediciones en HD, cameos en todos lados. Ha aparecido en Super Smash Bros., en Google Doodles, en Cyberpunk 2077, en discos de hip hop y en obras de arte digital. Y no es por nostalgia vacía. Es porque Pac-Man sigue funcionando. Sigue siendo divertido, exigente, elegante. Porque su magia no está en los gráficos, sino en el ritmo. Ese pulso que te hace girar justo antes de que te atrapen, ese cálculo mental de “¿llego a la pastilla o no llego?”, esa tensión que te corta la respiración. Es un diseño eterno. Una de esas cosas que, cuando están bien hechas, no envejecen: se destilan.

Curiosidades:
  • Nombre censurado: En Japón se llamaba Puck-Man, pero fuera se cambió por miedo a que alguien modificara la “P” y acabara en grosería.

  • Fantasmas con lógica: Cada uno tenía su patrón: persecución, emboscada, comportamiento errático o intermitente.

  • El nivel 256: Una kill screen famosa. El juego intenta mostrar 256 frutas, lo que rompe la mitad de la pantalla. Solo unos pocos han conseguido un “juego perfecto”.

Pac-Man no necesita historia. Él es la historia. La de los videojuegos cuando todavía eran esquinas oscuras de neón y no industria multimillonaria. La de un diseño puro, sin capas de maquillaje. La de una mecánica tan bien pensada que 45 años después, sigue igual de viva que el primer día.