En 1972, un grupo del
MIT soltó un informe con un título que parecía aburrido pero que en realidad era una bomba:
Los límites del crecimiento. La mayoría lo ignoró, lo ridiculizó o se lo tomó como el típico sermón apocalíptico. Medio siglo después, ese estudio se lee como una
profecía matemática escrita con bisturí: estamos exactamente en el punto del colapso que advirtieron y cada dato actual encaja como pieza de rompecabezas en un escenario que la humanidad prefirió mirar con desprecio. El modelo que presentaron, bautizado
World3, parecía ciencia ficción para la época. En vez de mirar un sólo problema, pusieron sobre la mesa las cinco variables que definen nuestro destino:
población,
recursos naturales,
industrialización,
producción de alimentos y
contaminación. Cinco engranajes que giran juntos, se empujan entre sí y, según sus cálculos, acabarían reventando hacia
mediados del siglo XXI si seguíamos con la misma obsesión suicida de crecer, producir y consumir sin freno.
En su momento, las élites reaccionaron como siempre: negación, burla y etiquetas. Los tildaron de alarmistas, de que odiaban la tecnología, de que subestimaban la creatividad humana. “Ya inventaremos algo para arreglarlo”, decían. Spoiler: no inventamos nada que lo arreglara. Al contrario, las décadas han demostrado que el mundo real ha seguido el guion original con una precisión escalofriante, especialmente en esa curva crítica que nos deja frente al abismo alrededor de 2040.
En 2014, el australiano Graham Turner hizo la primera verificación seria y su conclusión fue clara: la humanidad venía cumpliendo el libreto de Los límites del crecimiento con una exactitud incómoda. Nada de exageraciones: los datos estaban siguiendo la línea del colapso como si de verdad hubiéramos decidido actuar como el alumno aplicado de un curso de autodestrucción (revisión 2014).

Pero el mazazo definitivo llegó en 2020.
Gaya Herrington, entonces ejecutiva de
KPMG y ahora mandamás en temas de sostenibilidad en
Schneider Electric, publicó un análisis en el
Yale Journal of Industrial Ecology que revisó diez indicadores globales clave: fertilidad, energía, servicios, contaminación, agricultura y más. Confirmó que vamos directo hacia el declive, sin frenos y ni airbag, si no hacemos cambios estructurales de inmediato. Era su tesis de máster en
Harvard, haciéndolo por cuenta propia para comprobar si el modelo del MIT aún aguantaba. Aguantaba. De hecho, coincidía sobre todo con dos escenarios: el
BAU2 (business-as-usual) y el
CT (comprehensive technology). Ambos dicen lo mismo: hacia la década del 2030 se acaba la fiesta, viene la caída de la producción agrícola, la pérdida de capital industrial y un deterioro brutal en la calidad de vida.
Estudio 2020
En 2023, un grupo liderado por Nebel apretó aún más el tornillo. Tomaron datos hasta 2022, ajustaron el modelo con un algoritmo sobre 35 variables y lo publicaron también en el Journal of Industrial Ecology. Con toda la potencia computacional de hoy, el resultado fue el mismo que en 1972: colapso. Y no a largo plazo, sino en esta década. Entre 2024 y 2030, dijeron, la cosa revienta, sobre todo por agotamiento de recursos. Recalibración 2023 | dinámica de sistemas

Y no es teoría: la
ONU ya lo pone en cifras. Según el
Global Resources Outlook 2024, la humanidad está consumiendo a un ritmo equivalente a
1.7 planetas Tierra. Es decir, estamos gastando como si tuviéramos un planeta y medio de repuesto.
Spoiler dos: no lo tenemos. El uso de materiales se
triplicó en 50 años, sigue subiendo más de 2% cada año y para 2060 habrá crecido otro 60%. Como guinda, la
población mundial sumará 1.6 mil millones de personas más para 2050. Mientras tanto, el
Día del Sobregiro de la Tierra de 2024 cayó el 1 de agosto: desde ese día vivimos a crédito ambiental. El modelo no habla de un apocalipsis de Hollywood, con explosiones y meteoritos, sino de algo más insidioso:
un desgaste progresivo. Crisis que se montan una sobre otra: menos comida, más desigualdad, colapsos financieros, migraciones masivas, conflictos políticos. Herrington lo explica bien: el colapso no significa que desaparezcamos como especie, sino que nuestra vida cotidiana se volverá más problemática: menos alimentos, menos servicios, menos bienestar, menos estabilidad.
Colapso social,
seguridad alimentaria y
migraciones
¿Hay solución? Sí, pero no es cómoda. Los modelos apuntan a que solo un cambio radical de prioridades sociales combinado con innovaciones tecnológicas enfocadas en esas prioridades nos devolvería a un escenario de estabilidad. Eso significa soltar el mito del crecimiento infinito, apostar por una economía regenerativa, redistribuir recursos, reducir consumo material y abrazar la circularidad. O en palabras más simples: dejar de comportarnos como una plaga que devora su propio hábitat.
Lo perturbador es que estamos justo en la década clave. Los próximos diez años decidirán si damos el salto hacia un modelo sostenible o si entramos de lleno en el colapso civilizacional. Y los datos actuales muestran que seguimos avanzando en la dirección equivocada, como zombis caminando con obediencia matemática hacia el precipicio. Por primera vez en la historia, una civilización global podría colapsar no por invasiones, guerras o catástrofes naturales, sino por la arrogancia de creerse más grande que los límites físicos del planeta.
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