lunes, 25 de agosto de 2025

Redes sociales: el ocaso de la exposición digital

Hubo una época en la que abrir Instagram era como echar un vistazo al salón de tus amigos. Fotos torcidas del desayuno, cafés humeantes bajo filtros horribles, mascotas bostezando, selfies que parecían hechas con la cámara de un Nokia 3310 con cámara incorporada. Una galería de nimiedades que, sin embargo, funcionaba como una especie de lazo invisible entre todos nosotros. Era lo espontáneo lo que tenía valor. La magia estaba en que la gente compartía sin pensarlo demasiado, sin calcular el impacto, sin pulir cada detalle como si fuesen creativos de una agencia de publicidad. Hoy, en cambio, lo que encontramos en las redes se parece más a un escaparate comercial que a un mural de vida cotidiana: influencers, publicidad disfrazada, noticias envenenadas, vídeos generados por inteligencia artificial y esa sensación de que todo está diseñado para vendernos algo o para medir cuánto tiempo resistimos mirando.

En menos de una década, el cambio ha sido brutal. Antes publicábamos de todo, sin filtro, sin miedo. Hoy muchos se quedan en silencio. Estadísticas sobran: cada vez menos usuarios suben contenido y muchos jóvenes han optado por borrar todo su rastro. Se le ha puesto incluso nombre: Grid Zero, ese gesto de vaciar el perfil hasta dejarlo en blanco, como si la única manera de protegerse fuese desaparecer del escaparate público.

La realidad es que ahora los mensajes se esconden en chats privados, en grupos cerrados, en conversaciones efímeras que desaparecen como humo. Ya no es que no usemos las redes, es que las usamos de otra manera: no para mostrarnos, sino para refugiarnos. Y no me extraña, porque exponer la vida propia se siente más como un riesgo que como un juego.

Yo igual, en Facebook debo hacer una publicación al año, lo mismo que en Instagram. No me atrae eso de compartir la foto de la comida, el café de la mañana, las vacaciones con el mismo cliché fotográfico de siempre o los atardeceres que parecen sacados de catálogo. Tampoco me apetece subir la imagen de lo guapo que es mi perro o lo divertido que es mi gato bostezando, como si eso fuese una novedad. Me pasa que no me sale esa necesidad de demostrar lo bien que me lo paso, cuando en el fondo mi tiempo libre es el mismo que el de los demás. Prefiero quedarme con los recuerdos en la retina, que sean míos, y no enmarcarlos en una pantalla para que los consuman otros. Seré raro, pero sé que no estoy solo. Cada vez somos más los que pensamos que la vida se vive mejor disfrutándola, no grabándola. Que el recuerdo se fabrica, no se sube a la nube.

Y reconozco que no siempre fui así. Hubo un tiempo en que estaba enganchado a Twitter, que me pasaba horas en Instagram y que incluso en difuntas redes como Tuenti donde era un usuario entusiasta (reconozco que la usaba demasiado). Me encantaba esa inmediatez, esa sensación de estar conectado con todo el mundo, de que tus pensamientos o tus fotos importaban aunque fuese un instante. Pero con los años me cansé y dejé de ver la gracia. Quizás porque se volvió repetitivo, quizás porque la presión de “estar presente” dejó de compensar o porque en el fondo la promesa de las redes (ese pacto implícito de que compartir te acercaba a los demás) se rompió.

En España, IAB Spain presentó la 16ª edición del Estudio de Redes Sociales 2025, elaborado en colaboración con Elogia, que confirma un desgaste similar en el panorama digital español. Los datos son reveladores: el 33% de los internautas españoles abandonó alguna plataforma durante el último año, siendo X la más afectada con un 28% de deserción, seguida de Facebook con un 15%, Pinterest también con un 15% y LinkedIn con un 12%. Los motivos principales identificados incluyen la falta de uso continuado, la pérdida progresiva de interés y, significativamente, el aburrimiento generalizado con el formato tradicional de las redes.

Supongo que lo que estamos viviendo es un despertar colectivo. Nos vendieron la idea de que todo el mundo debía compartir su vida en público y ahora descubrimos que era una trampa, que esa exposición constante desgasta, que la comunidad que nos prometieron se convirtió en escaparate y que la espontaneidad murió en manos de la mercantilización y monetización. Puede que las redes sigan existiendo durante mucho tiempo, que sigamos entrando por costumbre, que los algoritmos nos empujen a quedarnos; pero algo cambió... Ya no creemos en ellas de la misma manera. Lo íntimo se ha vuelto más valioso, la privacidad se siente como un lujo y el contacto real, cara a cara, parece más deseable que nunca. Quizás las redes sociales fueron sólo un experimento extraño en la historia de Internet, un espejismo que confundimos con el futuro. Y ahora, mientras ese espejismo se disuelve, lo que queda es decidir cómo queremos usar nuestro tiempo: si fabricando recuerdos para nosotros mismos o regalándolos al vacío interminable del feed. Yo ya escogí.