
Año 2000. Con el milenio recién estrenado y los
cibercafés en plena ebullición,
Blizzard North soltó sobre nuestras torres beige un artefacto de adicción pura que no necesitaba
polígonos, ni
aceleradoras 3D de última hora, ni una campaña de marketing estridente: le bastaron cuatro actos (cinco con la posterior expansión), un sistema de
botín demencial y ese inconfundible olor a incienso quemado en la
banda sonora de Matt Uelmen para catapultar
Diablo II hasta lo más alto de las listas de ventas. De hecho consiguió
un millón de copias en apenas dos semanas y cerró el año con
2,75 millones vendidas, convirtiéndose en el lanzamiento de PC más veloz en la historia de Blizzard hasta entonces. Todo ello sin renunciar a la filosofía de
“lo haces clic o no sucede nada”, lección que sus creadores (un equipo de apenas cuarenta personas capitaneado por
David Brevik) aprendieron a golpe del temible
crunch: fueron
18 meses de jornadas de 12 horas, 7 días a la semana, durmiendo en la oficina con saco de dormir y un cepillo de dientes en un cajón cualquiera. Esta
secuela, gestada casi desde que los créditos del primer
Diablo se cerraron, pretendía multiplicar absolutamente todo: de
tres a cinco clases jugables (luego siete con
Lord of Destruction), de un acto a cuatro, de un puñado de objetos fijos a un generador casi infinito de
espadas etéreas y
gemas perfectas.

Para sostener semejante escalada reescribieron el
motor desde cero, decidieron anclar la lógica interna a
25 fps inamovibles (como la vieja bicicleta con radios en la que se apoyan los célebres
breakpoints de velocidad de ataque y lanzamiento) y apostaron por el
prerender 2,5D:
una resolución de 640×480 píxeles (800×600 tras la expansión), paleta de 65 536 colores y un
sonido NAX capaz de orquestar
32 canales MIDI simultáneos.
¿El resultado? Un PC
Pentium 233 MHz con 32 MB de RAM movía
Santuario con la misma solvencia con que hoy abrimos un bloc de notas: la
accesibilidad absoluta era parte del plan.

Pero las ventas brutas no cuentan toda la historia.
Diablo II atrajo a quienes coleccionaban verbos en presente continuo (“
farmear”, “
tradear”, “
pullear”) mucho antes de que existiera
Twitch.
Battle.net se ofreció gratis, soportaba partidas de hasta ocho jugadores y mantenía tu personaje a salvo en los servidores, así que los objetos comenzaron a hablar el mismo idioma universal que el oro: un
Anillo Stone of Jordan valía más que cualquier unidad monetaria, y pronto se convirtió en la divisa oficiosa con la que se tasaban
armaduras únicas,
runas Zod o
martillos divinos con +65% de daño. Esa economía informal, sostenida en
tablas de botín escalonadas y
drop rates que rozaban la crueldad, anticipó la fiebre de
casas de subastas,
marketplaces y sistemas de
temporada que hoy asociamos al
juego como servicio.

Para algunos, sin embargo,
Diablo II era algo mucho más terrenal: el billete de ida a un
ciber cualquiera con la promesa de una hora de conexión por
150 pesetas. En Ferrol, mis amigos y yo nos repartíamos muchos de los diferentes PCs de la sala (las pantallas
CRT parpadeaban a 60 Hz, pero a nosotros nos parecía la alta definición) y nos lanzábamos a limpiar la
Tumba de Tal Rasha en cadena: un
Nigromante levantaba esqueletos, la
Hechicera congelaba pasillos enteros y el
Bárbaro se abría paso a gritos... Aquellas partidas improvisadas dejaron el poso de una
camaradería casi ritual: discutir
builds de
Furia Tornado o
Lanza Ósea, calcular tiempos de hechizo y, sobre todo, aprender a convivir con la
latencia; porque si algo enseñaba Diablo II era a leer el
ping como quien controla el pulso de un paciente, sabiendo que más de 300 ms significaba bailar con la muerte pixelada y que el
lag podía arrebatarte una armadura sagrada en mitad de un clic mal sincronizado.
Cuando en junio de 2001 llegó Lord of Destruction, el fenómeno reventó sus propios récords: un millón de copias vendidas en el primer mes, dos millones distribuidas de salida y la sensación de que Baal, las runas y los charms de inventario ampliado habían perfeccionado la droga. La expansión subía la resolución a 800×600, añadía Druida y Asesina, multiplicaba recetas del Cubo Horádrico y, sobre todo, inauguraba la primera ladder estacional, origen remoto de los season passes actuales.


Años más tarde, cuando la nostalgia asomó en forma de
Diablo II: Resurrected, Blizzard intentó embotellar el rayo: desplazó los
sprites por modelos 3D a 4K, añadió
sonido 7.1 y un botón mágico que permitía cambiar, en tiempo real, entre lo nuevo y lo antiguo. Vendió
cinco millones de unidades en siete meses, pero el hechizo se enturbió rápidamente:
colas infinitas de autenticación, personajes “bloqueados” en la base de datos global, picos de tráfico que tumbaban servidores y forzaban a limitar la creación de partidas. A la vez, una parte de la comunidad bramaba contra los rediseños: Amazonas con armadura menos sexualizada, demonios ligeramente desprovistos de iconografía cristiana y la desaparición de cruces invertidas.
Mark Kern, productor original, llegó a hablar de
“censura corporativa”. Pese a los parches, aún hoy perduran los memes:
“Rest in Ping”, susurran los foros cuando Blizzard saca la escoba de mantenimiento y se repite la misma escena de 2001, solo que con los LED RGB iluminando la habitación.
Curiosidades:
El comando oculto /SoundChaosDebug llena tu partida de un estruendo con cada efecto de audio del juego sonando a la vez; era una herramienta interna que Blizzard olvidó eliminar antes del lanzamiento.
Si haces clic sin parar en la “Chat Gem” del lobby de Battle.net verás el mensaje “Gem Activated/Deactivated”… pero nunca se descubrió ninguna función real: solo un trolleo de los desarrolladores.
En la Corriente de Almas del Acto IV, cuatro “souls” pueden alinearse y dibujar las iniciales de los creadores (D, E, M, V, K, S); el propio David Brevik confesó que nadie recuerda por qué lo programaron.
Natalya, la misteriosa asesina que ronda el puerto de Kurast, fue un guiño anticipado a la clase Assassin que llegaría un año después con Lord of Destruction.
El parche 1.13 cambió dos nombres de mercenarios bárbaros a “Klar” y “Tryneus” sin explicación oficial; los fans aún especulan que era un mensaje cifrado sobre la trama de Diablo III.
El cadáver de Wirt en Tristram suelta la mítica Pierna de Wirt… ¡y un puñado de montones de oro de 50 piezas exactamente, venganza perfecta para quienes pagaron esa cantidad en Diablo I!
Entre los archivos hay un sistema de “Guild Halls” casi completo: salas decorables, tesorería y emblemas; fue descartado a última hora porque Battle.net no podía impedir el “item duping”.
- Existía un prototipo donde los monstruos soltaban órganos (corazones, fauces, vísceras) que servían para alquimia; se retiró por “demasiado gore” incluso para Blizzard de 2000.
Más allá de la polémica, Diablo II sigue vivo porque su núcleo (ese flujo hipnótico de matar, lotear y mejorar) aguanta cualquier relectura; porque cada semilla aleatoria todavía es capaz de generar una historia irrepetible y porque la llama cultural que prendió entonces no ha dejado de arder. Títulos como Path of Exile, Borderlands o Destiny beben de sus tablas de botín; la escena de mods (Median XL, Project Diablo 2) lo mantiene fresco con nuevas habilidades y endgames; y los speedrunners siguen buscando la semilla perfecta que les permita tumbar a Baal en menos de una hora, mientras los veteranos juran que el 1.09 —esa versión donde los jabalís venenosos podían borrarte de un soplido— era el equilibrio soñado.
Han pasado veinticinco años y sin embargo sigo volviendo a Santuario cada vez que llega el olor a tormenta: reaparece la música de las Cimas de Arreat, vuelve el clic obsesivo que destroza ratones y, con él, la imagen vívida de un ciber ferrolano donde las luces fluorescentes recortaban nuestras siluetas adolescentes. Diablo II no necesitó mundos abiertos ni ray tracing para grabarse a fuego en nuestra memoria: le bastó un puñado de píxeles y la promesa eterna de que, con la espada adecuada y un portal azul en el bolsillo, siempre habría un demonio más grande allá afuera esperando su turno.
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